
MAGA, MIGA, BIBI: No es un ‘Truco de sombreros’*
En este artículo el escritor esta canalizando una alucinación preocupada de la democracia.
Hay pocas cosas más tristes que un mago desesperado repitiendo un truco fallido. El público ya ha visto el conejo, la paloma, la citación judicial que desaparece. Han aplaudido con cortesía. Algunos han invadido el escenario. Y, sin embargo, aquí estamos de nuevo: tres hombres, tres fantasías y un sombrero de copa deshilachado del que esperan sacar no conejos, sino regímenes.
El primer hombre es estadounidense y de un tono anaranjado, aunque no es de buen gusto mencionarlo. En otro tiempo vendía bistecs, casinos y participaciones en una democracia. Ahora vende eslóganes. El primero fue MAGA—Make America Great Again (hágase a América Grande de Nuevo) una invocación de cuatro palabras diseñada para evocar un pasado mítico que no incluía ni la Reconstrucción ni Roe v. Wade. MAGA no como política, sino como colonia: una mezcla penetrante de gasolina con plomo y cosplay del Lejano Oeste.
No le ha servido para evitar ser sometido a dos juicios políticos, ni ser imputado más veces que un concejal de Chicago, ni enfrentar 88 cargos penales como una sinfonía judicial. Aun así, continúa adelante, con la varita mágica en una mano y el palo de golf en la otra, prometiendo restaurar la grandeza haciendo que otro—ahora Irán—sea grande en su lugar, después de bombardear a ese país.
Así nace MIGA: Make Iran Great Again (hágase a Irán grande de nuevo).
No está claro si esto es sátira, profecía o simplemente un error tipográfico. Uno sospecha que vio el acrónimo en un sueño y confundió al ayatola con un promotor inmobiliario de sólidos valores familiares. No hay una estrategia para el Golfo Pérsico, ni un giro teológico—solo un vago instinto de que la “grandeza” puede franquiciarse como si fuera un Arby’s, incluso en países donde se corea “¡Muerte a América!” Pero no importa. Trump ahora cree que puede someter a Irán—o al menos inaugurar una Torre Trump Teherán, donde los ascensores siempre están en renovación conforme a la ley de sharía.
Mientras tanto, Netanyahu trata la guerra como si fueran alergias estacionales—inevitables, recurrentes, y mejor gestionadas con un comunicado preparado y una sesión fotográfica. A medida que el conflicto en Gaza se metastatiza y un frente norte hierve a fuego lento, insiste en que “no es político”, al igual que un hombre que come langosta durante la Cuaresma podría insistir en que “no es un lujo”. Cada bomba lanzada es un anuncio de campaña. Cada negociación por rehenes, un breve repunte en las encuestas. Y entre tanto, sermonea al mundo sobre la moralidad, flanqueado por ministros que hacen que Avigdor Lieberman parezca un unitario.
Bibi, a diferencia de Trump, habla el idioma real de la política. Se expresa en informes de seguridad, no en frases hechas. Pero sus métodos riman: rodearse de leales, neutralizar el poder judicial, llamar golpe de Estado a su propia imputación, y si las cosas se complican, lanzar una guerra. Funcionó en Gaza. Podría volver a funcionar en el Líbano. Y cuando todo falla, invocar la amenaza existencial y hacer sonar las cajas registradoras de la diáspora.
Aquí, el “truco de sombreros” empieza a deshilvanarse. Tenemos MAGA, MIGA y BIBI. Pero no son tres sombreros; es el mismo sombrero usado en climas distintos, adaptado a públicos diferentes. Uno tiene flecos. Otro, ala. Otro es ignífugo y financiado en parte con ayuda militar estadounidense. Los tres ocultan no ideas, sino su ausencia. Son peluquines políticos—evidentes, indignos, y sin embargo, curiosamente resistentes.
El tercer hombre en este triángulo de ilusionistas no siempre se ve, pero su silueta se cierne imponente: el Líder Supremo de Irán, una figura que, en esta farsa en desarrollo, juega a la vez el papel de antagonista y de espectro. Es al mismo tiempo el enemigo de Occidente y el beneficiario de su teatro. Por cada torpeza trumpiana, hay una respuesta iraní. Por cada escalada israelí, un sermón desafiante desde Qom. Estos tres hombres se necesitan como los luchadores profesionales necesitan villanos—sin el otro, son solo hombres extraños en licra gritando ante un espejo.
Y así llegamos al remate—o a la profecía. El mundo no está gobernado; está entretenido hasta la muerte. El “truco de sombreros”, descubrimos, no es sacar la democracia de las fauces de la desesperación, sino lo contrario: empujarla lentamente, en cadena nacional, dentro del sombrero del mago, mientras la audiencia aplaude, abuchea, o simplemente revisa su celular.
Lo que une a MAGA, MIGA y BIBI no es la ideología, sino la velocidad—la rapidez con que el espectáculo reemplaza a la sustancia. Cada líder vive en una campaña permanente, cada campaña en una crisis perpetua, cada crisis como una excusa conveniente para aplazar juicios, cancelar elecciones o bombardear algo que está justo fuera de cámara. Si se entrecierran los ojos, casi se puede ver el manual compartido: acusar a la prensa, culpar al “estado profundo”, abrazar una bandera, lanzar un misil.
No es un truco de sombreros. Es un truco jugado contra el sombrero, contra la misma idea de liderazgo. Y el sombrero—raído, sobreutilizado y ahora empapado con el sudor de tres demagogos—ya no es mágico. Es solo un sombrero. Uno feo. Rojo, tal vez, o azul y blanco, o negro con bordados dorados y una línea de texto coránico que, si se inclina la cabeza con cuidado, dice: “Hecho en Mar-a-Lago.”
Al final, es inevitable que los tres se encuentren—no en la realidad, por supuesto, sino en un paisaje onírico neutral construido en conjunto por el Ministerio Húngaro de Propaganda y un centro de estudios especializado en convertir la nostalgia en arma. La cumbre se celebra en Budapest, o tal vez en Bakú, o en algún otro lugar con candelabros, sin tratado de extradición y con foie gras excelente.
Se reúnen en un salón subterráneo sin relojes ni salidas. Trump llega primero, con una corbata dorada y un sombrero rojo con un nuevo eslogan: “MIGABIBIGA”—Make It Great Again, But In Bibi’s Image, God Assenting (hágase grande de nuevo, pero en la imagen de Bibi, por la voluntad de Dios). Dice que tuvo buena acogida entre los evangélicos. Netanyahu entra después, escoltado por un equipo de seguridad y un abogado constitucionalista vestido como el rey David. El ayatola no aparece en persona, pero envía un holograma de sí mismo recitando poesía revolucionaria de 1979, que Trump aplaude creyendo que se trata de una letra de los Rolling Stones.
Los tres se sientan en torno a una mesa de mármol pulido, detrás de carteles que dicen Mártir, Mesías y CEO. Se les entregan bolígrafos invisibles y una libreta legal compartida. Su tarea: redactar una carta universal de liderazgo para la era de la excepción permanente.
Artículo I: Todos los líderes son inocentes hasta ser acusados, pero solo si las encuestas lo dicen. Artículo II: Toda guerra que eleve la aprobación será considerada defensiva por naturaleza, sin importar la geografía, la ley o el sentido común. Artículo III: Los sombreros no se quitarán bajo ninguna circunstancia.
Pero no logran ponerse de acuerdo en el preámbulo. Trump quiere que comience con “Nosotros, los ganadores …” Bibi insiste en “En nombre de la vigilancia eterna…” El ayatola holográfico entra en bucle, recitando “Muerte a los imperialistas”, que todos interpretan como una bendición genérica.
Finalmente, la libreta legal estalla en llamas—no metafóricamente, sino literalmente, ya que fue impresa con tinta que desaparece sobre pergamino inflamable. La cumbre concluye con una selfie grupal que nadie se atreve a publicar, y una declaración conjunta proclamando la victoria sobre la realidad misma.
De regreso en casa, los titulares suenan como acertijos:
— “Trump resucita a Irán para salvar a América.”
— “Netanyahu declara alto el fuego, lo rompe de inmediato.”
— “Jameneí no está disponible para comentar; posiblemente ha ascendido.”
Todavía, la audiencia observa.
Observa los juicios, las guerras, las conferencias de prensa, los sombreros.
Observa cómo las ilusiones parpadean y se desvanecen, para luego regresar, más brillantes que antes, ahora en alta definición. Y en algún lugar, lejos de las cámaras, un niño hace una pregunta para la que ningún líder está preparado: “¿Alguna vez fue real?”
La respuesta, por supuesto, es sí. Y luego, trágicamente, no. Y luego, lo más aterrador de todo: Solo cuando fue útil.