
La telaraña creciente del odio: el fanatismo persigue múltiples objetivos
En Estados Unidos, el odio habla con más de una voz, pero una resuena por encima de todas: la de nuestro propio presidente, Donald Trump.
Hace poco, en un solo día, dos jóvenes fueron tiroteados por la espalda y asesinados. En otro, doce personas resultaron heridas con cócteles Molotov y un lanzallamas improvisado. Dos horrendos ataques contra la comunidad judía en menos de dos semanas. Desde el ataque de Hamás del 7 de octubre, la propensión en Estados Unidos a actos antisemitas mortales ha crecido de forma alarmante y podría aumentar a raíz de la guerra de Israel con Irán. ¿Quién tiene la culpa?
El odio suele llevar una máscara de especificidad. Un comentarista arremete contra los inmigrantes. Un manifestante denuncia a los afroamericanos. Un analista advierte sobre la “élite globalista”, aludiendo a retórica antisemita. A primera vista, estos odios parecen aislados, cada uno anclado en su propio rencor, en su propio agravio cultural o histórico. Pero bajo la superficie se revela un patrón más inquietante: el odio hacia un grupo suele coexistir—y evolucionar—en odio hacia muchos otros.
Este fenómeno ha sido ampliamente documentado por psicólogos, historiadores y escritores. En 1950, Theodor Adorno y un equipo de estudiosos publicaron La personalidad autoritaria, donde argumentaban que un perfil psicológico particular—rígido, conformista, sumiso ante la autoridad—predispone a las personas a un prejuicio generalizado. Estas personas no desprecian solo a un grupo: albergan resentimiento y sospecha hacia todos los que se desvían de una visión estrecha de pureza nacional, cultural o moral.
Este concepto no es meramente académico. Resuena en la literatura, en las memorias, en el cine y en la experiencia vivida. El Holocausto es quizás el ejemplo más horroroso: si bien los judíos fueron los blancos principales del exterminio nazi, no fueron los únicos. Gitanos, eslavos, personas discapacitadas, homosexuales y disidentes políticos también fueron encarcelados y asesinados. El odio no permaneció confinado a un solo grupo étnico: se metastatizó, se institucionalizó y se mecanizó contra múltiples poblaciones.
La célebre declaración “Primero vinieron por los comunistas, y yo no hablé porque no era comunista” proviene de una reflexión de posguerra escrita en 1946 por el pastor luterano alemán Martin Niemöller. Este texto es una confesión sincera de silencio e inacción durante el régimen nazi. Las palabras de Niemöller lamentan cómo muchos, incluso miembros del clero e intelectuales como él, no protestaron contra la persecución de los grupos señalados. El mensaje se despliega en una secuencia escalofriante: permaneció callado cuando fueron por los socialistas, por los sindicalistas, por los judíos—cada vez racionalizando su silencio porque él no pertenecía a esos grupos. Finalmente, observa, cuando vinieron por él, ya no quedaba nadie para defenderlo. El pasaje subraya el peligro moral de la indiferencia y el riesgo acumulativo de ignorar la injusticia ajena.
Memorias como La noche, de Elie Wiesel, exponen esta amplia gama del odio, aun cuando su enfoque sea profundamente personal. El recuerdo de los campos por parte de Wiesel deja claro que la ideología nazi no era un bisturí, sino una maza. El sistema no discriminaba al discriminar. Su odio era total.
El color del agua, la conmovedora memoria de James McBride sobre la identidad racial y la devoción materna, demuestra esa misma dinámica en el contexto estadounidense. McBride, hijo de un padre negro y una madre blanca judía, enfrenta el racismo y el antisemitismo no como fenómenos paralelos, sino como fuerzas entrelazadas. Quienes despreciaban a su madre por ser judía eran a menudo los mismos que lo despreciaban a él por ser negro. El desdén, como la ignorancia, era multifuncional.
En la ficción, la trayectoria del odio suele seguir la transformación—o disolución—de personajes individuales. El papel de Edward Norton en American History X capta la psicología de la supremacía blanca, que comienza con una furia dirigida y termina en una violencia indiscriminada. El protagonista skinhead inicialmente ataca a los negros, pero su ideología pronto se expande para incluir a judíos, latinos y otros. Como el personaje aprende demasiado tarde, el sistema de odio que ayudó a construir no respeta fronteras.
Una evolución similar se da en The Believer, un filme basado en la historia real de Daniel Burros, un hombre judío que se unió al Partido Nazi Americano. Las contradicciones en la vida de Burros dramatizan la naturaleza autodestructiva del fanatismo. El odio, una vez desatado, eventualmente regresa contra el propio individuo. Cuando la identidad se convierte en una amenaza para la ideología, la ideología suele imponerse.
Estos relatos de ficción encuentran eco en obras de no ficción como Rising Out of Hatred de Eli Saslow, que narra la historia de Derek Black, hijo de líderes nacionalistas blancos que terminó renunciando al movimiento. Su transformación no comenzó con razonamientos abstractos, sino con relaciones personales: con judíos, musulmanes e inmigrantes cuya humanidad logró perforar la membrana ideológica que lo encerraba. Su historia demuestra no solo que el odio se puede desaprender, sino que rara vez se presenta de forma aislada. El nacionalismo blanco, llegó a entender, necesita múltiples chivos expiatorios para sobrevivir.
Las investigaciones históricas confirman este patrón. Creían que eran libres, de Milton Mayer, basado en entrevistas con alemanes comunes que apoyaron a Hitler, revela la sorprendente normalidad del odio ideológico. El antisemitismo era un hecho dado, pero coexistía con el miedo al comunismo, la sospecha hacia los católicos, el desprecio por los intelectuales y el resentimiento contra la modernidad. La ideología nazi no se limitó a señalar a los judíos: movilizó una jerarquía del odio, uniendo a sus seguidores no por lo que amaban, sino por a quiénes detestaban.
¿Por qué ocurre esto? Los científicos cognitivos señalan la tendencia del cerebro a categorizar—especialmente bajo amenaza. Las personas condicionadas a pensar en términos de “nosotros contra ellos” tienden a extender ese pensamiento hacia distintos “ellos”. Es psicológicamente eficiente agrupar a quienes son distintos y verlos como enemigos. Este atajo cognitivo, especialmente cuando se refuerza mediante la propaganda, se convierte en una herramienta política de gran durabilidad.
Las dinámicas sociales también cumplen un papel. Los grupos de odio rara vez se limitan a una sola causa. La retórica de la exclusión es portátil y fácilmente adaptable. Una manifestación hoy contra inmigrantes puede centrarse en musulmanes mañana. Una teoría conspirativa sobre George Soros puede transformarse en una diatriba contra Black Lives Matter, o los jóvenes trans, o las Naciones Unidas. La arquitectura del odio es modular.
Para quienes trafican con odio, esa elasticidad es una fortaleza. Pero para quienes luchan en contra—ya sean activistas, educadores o artistas—entender este patrón es crucial. El odio no es un fenómeno estrecho. Es expansivo, adaptable y profundamente interconectado. Combatirlo requiere reconocer sus múltiples rostros, incluso cuando habla con una sola voz.
En Estados Unidos, el odio habla con más de una voz, pero una resuena por encima de todas: la de nuestro propio presidente, Donald Trump. Y muchas de las otras voces provienen de quienes lo apoyan y respaldan sus esfuerzos por instaurar una sociedad totalitaria. De forma perversa, uno de los talentos de Trump consiste en tergiversar los hechos. Por ejemplo, ha atribuido falsamente el aumento de la violencia antisemita en el país a los demócratas en general y a sus oponentes políticos, sin jamás reconocer sus propios vínculos con antisemitas y sus discursos de odio contra inmigrantes, personas trans, homosexuales, musulmanes, afroamericanos, discapacitados, mujeres e incluso veteranos que no considera héroes por haber sido prisioneros. Tras el reciente ataque en Boulder, Colorado, donde una reunión comunitaria judía fue el blanco, Trump incluso señaló específicamente las políticas migratorias del expresidente Joe Biden como un factor contribuyente.
En tiempos de crisis, el miedo busca un objetivo. Pero el odio rara vez se conforma con uno solo.