
Exilio, imperio y la fantasía del cambio de régimen
Amar a Cuba no es exigirle que se someta al modelo estadounidense. Es respetar su soberanía, llorar sus pérdidas, honrar su resiliencia y apoyar a su pueblo—no a pesar de su desafío, sino por él.
Cuba ha estado en un segundo plano de las noticias por un tiempo. Dos guerras se han apoderado de la atención del público. Sin embargo, este mes la administración ha tomado medidas adicionales por su afán de un cambio de régimen: restringió los viajes y la inmigración y presionó al ministro de Salud de las Bahamas para que planeara cancelar los contratos con los profesionales de la salud cubanos. Durante más de sesenta años, la política de Estados Unidos hacia Cuba se ha aferrado a una sola premisa: ejecutar ese cambio. Ya sea a través de un embargo o de una distensión, de presión o de persuasión, el único debate en Washington ha sido sobre cómo cambiar a Cuba, no sobre si Estados Unidos tiene algún derecho a intentarlo.
Este estrecho debate oculta un fracaso moral mucho mayor. Perdida entre los vaivenes del periodismo y la teatralidad política, hay una tercera postura, ignorada: que Estados Unidos no debería estar en el negocio del cambio de régimen. No debe tratar de redibujar los asuntos internos de naciones soberanas, y mucho menos a través de instrumentos coercitivos como el estrangulamiento económico, las operaciones encubiertas o el asedio ideológico. Desde esta perspectiva, el resultado de cualquier acercamiento —liberalización o estancamiento, reforma o repliegue— es secundario. Lo que importa es el principio: un pueblo soberano debe trazar su propio camino, por imperfecto que sea, sin la tutela asfixiante de una superpotencia extranjera.
Pero en el teatro de las relaciones entre EE.UU. y Cuba, el principio siempre ha cedido ante la pasión. Y ninguna comunidad ha impulsado esa pasión con más fervor que el exilio cubano, particularmente en el sur de la Florida. A lo largo de décadas, esta comunidad ha construido una poderosa maquinaria política—una que no solo sostiene el embargo, sino que da forma a los propios términos en que Cuba puede discutirse en la vida pública estadounidense. Lo que comenzó como un agravio histórico se ha convertido en una especie de sacerdocio ideológico, que vigila los límites del discurso y exige lealtad a una visión de Cuba que ya no existe, si es que alguna vez existió.
En Miami, la política hacia Cuba no es política exterior; es rito doméstico. Los candidatos se postran ante la ortodoxia intransigente, condenando cualquier intento de normalización como apaciguamiento, traición o algo peor. Las elecciones al Congreso se ganan o se pierden no por el Medicare o la inmigración, sino por cuán alto se denuncia a la Revolución. Los aspirantes presidenciales no hablan de diplomacia, sino de redención. En este contexto, el embargo se convierte menos en un medio para un fin que en un fin en sí mismo: un sacramento de la identidad del exilio, renovado a través del sufrimiento.
Y, sin embargo, ¿qué ha logrado esta política? Desde el triunfo del Movimiento del 26 de Julio, la hostilidad estadounidense ha hecho más por afianzar el autoritarismo en Cuba que por debilitarlo. Planes de asesinato, sabotaje económico, propaganda radial y apoyo a incursiones armadas no han hecho sino reforzar una mentalidad de plaza sitiada entre los dirigentes cubanos, proporcionándoles chivos expiatorios convenientes para el fracaso interno. Lejos de acelerar la democratización, el embargo ha congelado tanto a Cuba como a sus críticos más fervientes en una dialéctica de paranoia mutua y agravio performativo.
La ironía es que ambos lados del debate político estadounidense se apoyan en pruebas selectivas. Los partidarios del acercamiento señalan la caída del bloque soviético y afirman que fue la apertura occidental, no el aislamiento, lo que derrumbó el Telón de Acero. Sus opositores responden que Canadá, la Unión Europea y la mayoría del mundo han entablado relaciones normales con Cuba durante décadas sin lograr cambios significativos en su estructura política. Tal vez ambos tengan algo de razón. Pero ninguno plantea la pregunta previa: ¿por qué debe importarnos la evolución interna de Cuba?
Detrás de este debate yace una presunción moral no examinada: que la democracia al estilo estadounidense es la cima del desarrollo político y debe ser exportada —por la zanahoria o el garrote— a las periferias renuentes del mundo. Esta creencia no solo es ingenua; es peligrosa. Lo que funciona —o parece funcionar— en una cultura, con una historia y bajo ciertas condiciones, no puede trasplantarse por la fuerza a otra. Peor aún, presupone que la democracia estadounidense —a menudo una delgada fachada sobre una oligarquía dominada por corporaciones— es una flor que brota naturalmente del árbol de la libertad, cuando en realidad es un sistema cuidadosamente podado de privilegio y espectáculo.
En el caso de Cuba, esta presunción es especialmente grotesca. La isla ha ocupado durante mucho tiempo un lugar peculiar en la imaginación imperial estadounidense. Ya en 1823, el Secretario de Estado John Quincy Adams escribió que Cuba caería algún día en manos de EE.UU. “como una manzana madura”. Ese sentido de inevitabilidad nunca desapareció. Se agrió en obsesión, decepción y finalmente ira. Cada momento de fracaso diplomático, desde Bahía de Cochinos hasta Helms-Burton, ha estado animado por el mismo deseo: reclamar lo que nunca fue nuestro, pero siempre presumimos que debía serlo.
Para muchos exiliados cubanos, esta presunción es aún más personal. El trauma de 1959 no fue solo geopolítico—fue psicológico, existencial. Familias desarraigadas, bienes confiscados, identidades destrozadas. La Cuba que conocían fue reemplazada abruptamente por una que ya no podían reconocer, y mucho menos aceptar. Así, el pasado se volvió sagrado. La Revolución dejó de ser un hecho histórico para convertirse en una injusticia cósmica, y el exilio dejó de ser una condición para convertirse en un llamado.
Desde esa postura, la comunidad exiliada no ha exigido solo justicia, sino restauración. El objetivo nunca ha sido simplemente la reforma en la isla—ha sido la reversión. Hay que deshacer el pasado. Devolver las propiedades. Desmantelar los sistemas. Redimir la memoria. Es una exigencia imposible, cuya imposibilidad alimenta su fuerza emocional.
Y así, cualquier movimiento hacia la normalización—cualquier reconocimiento de Cuba tal como es y no como fue—es recibido con feroz resistencia. Artistas, académicos y políticos que cuestionan la lógica del embargo son acusados de traición. Los cubanoamericanos que abogan por el acercamiento son tachados de apologistas. La disidencia, tan valorada en teoría, es castigada en la práctica. De este modo, la política del exilio llega a reflejar el mismo autoritarismo que dice combatir: rígida, censora, alérgica a la complejidad.
Esta cultura de irrealidad se ve agravada por la fabricación de mitos por parte del propio gobierno de EE.UU., en particular la cínica designación de Cuba como “estado patrocinador del terrorismo”. La designación, impuesta nuevamente por la primera administración Trump en sus últimos días después que Obama la había retirado, y reinstaurada por él al iniciar su segundo mandato mediante la Orden Ejecutiva 14148, tras haber sido brevemente eliminada por el presidente Biden, no se basa en pruebas sustantivas sino en conveniencia ideológica. Los cargos reales son endebles: que Cuba dio refugio a guerrilleros colombianos durante negociaciones de paz (como parte de un acuerdo multinacional para garantizar que las negociaciones pudieran realizarse); que acoge a un puñado de fugitivos estadounidenses; que apoya movimientos revolucionarios que hace tiempo pasaron a la historia. Nada de esto constituye una amenaza genuina a EE.UU., pero sirve como andamiaje legal conveniente para aplicar sanciones y como garrote retórico para consumo interno.
Incongruentemente, es Cuba—no Estados Unidos—la que ha sufrido el mayor peso del terrorismo, gran parte del cual fue inspirado, financiado o directamente orquestado por actores radicados en EE.UU., con el apoyo tácito o explícito de Washington. Mientras administraciones sucesivas han tildado a Cuba de “patrocinador del terrorismo”, el historial revela una inquietante inversión de papeles. Desde principios de los años sesenta y tantos hasta los noventa y tantos, Cuba fue blanco de una campaña sostenida de violencia organizada desde redes del exilio en Miami, muchas veces llevada a cabo con impunidad e incluso con coordinación de los servicios de inteligencia estadounidenses.
El ejemplo más infame es el atentado de 1976 contra un avión comercial de Cubana de Aviación frente a las costas de Barbados, que causó la muerte de las 73 personas a bordo, incluyendo a adolescentes del equipo nacional de esgrima. El ataque fue organizado por los militantes anticastristas Luis Posada Carriles y Orlando Bosch—ambos vinculados con la CIA y ambos acogidos con impunidad en EE.UU. Posada Carriles, pese a admitir públicamente su participación en actividades terroristas, vivió abiertamente en Miami hasta su muerte en 2018, protegido por una clase política reacia a procesar a uno de sus propios soldados de la Guerra Fría.
Aquí una cita escalofriante de Luis Posada Carriles, donde minimiza la muerte de civiles y demuestra su indiferencia ante la publicidad: “Nosotros pusimos la bomba, ¿y qué?” —Fredy Lugo, citando las palabras de Posada, tal como las recoge Alicia Herrera en su libro con ese título.
Pero el atentado al avión fue solo el más visible entre cientos de ataques. Durante las décadas de 1960 y 1970, Cuba soportó una andanada de operaciones encubiertas: bombardeos a embajadas y oficinas comerciales, sabotajes a la infraestructura agrícola e industrial, intentos de asesinato contra Fidel Castro (según la propia CIA, al menos 638), y guerra biológica, incluyendo la introducción del virus de la fiebre porcina africana y del dengue hemorrágico en la isla. En 1981, una epidemia de dengue, que las autoridades cubanas creen fue introducida deliberadamente, provocó la muerte de más de 100 niños. Los responsables nunca fueron juzgados.
Incluso en los años 90, ya desvanecida la Guerra Fría, continuó la violencia. En 1997, una serie de atentados con bombas en hoteles de La Habana, dirigidos a destruir la incipiente industria turística, mató a un empresario italiano e hirió a varios más. Posada Carriles volvió a admitir su responsabilidad en entrevistas con The New York Times, pero siguió protegido por el sistema legal estadounidense, a salvo de extradición a Venezuela o Cuba.
Estos actos, si se invirtieran—si agentes cubanos hubiesen plantado bombas en hoteles de Miami, derribado un avión comercial o introducido virus letales en ciudades estadounidenses—habrían constituido escándalos internacionales, probablemente actos de guerra. Pero cuando las víctimas son cubanas y los perpetradores forman parte de la causa anticastrista, Washington los trata como luchadores por la libertad, no como terroristas.
Esta inversión de la verdad—etiquetar a la víctima como agresora—no es solo una distorsión histórica. Tiene consecuencias legales reales: refuerza sanciones que asfixian la economía cubana, la aíslan del sistema financiero internacional e impiden transacciones humanitarias. También perpetúa la ficción de que Cuba representa una amenaza para la paz global, cuando en realidad ha sido, durante décadas, blanco de una guerra de baja intensidad librada desde las costas de la Florida.
Hablar con honestidad sobre el terrorismo en el contexto de las relaciones entre EE.UU. y Cuba exige confrontar un legado doloroso de dobles estándares, impunidad y ceguera moral. Es reconocer que, mientras se invoca el lenguaje de la democracia y los derechos humanos para justificar una guerra económica, la historia real es la de una violencia tolerada—una violencia cuyas víctimas rara vez figuran en la memoria política estadounidense.
Igualmente espurias son las acusaciones de que Cuba incurre en “trata de personas” mediante sus misiones médicas en el extranjero—una grotesca inversión de la realidad. Estas brigadas, que han llevado atención médica a regiones marginadas en decenas de países, son presentadas no como actos de solidaridad, sino como mecanismos de explotación. ¿Han recibido los médicos cubanos menos de lo que cobrarían en un mercado libre? Sin duda. Pero incluso en el extremo inferior, han ganado entre seis y doce veces más que en Cuba, y en países como Brasil, hasta veinte o treinta veces más. ¿Son coaccionados? De ninguna manera. Participan voluntariamente, con conocimiento pleno de los arreglos financieros, y a menudo ven estas misiones como oportunidades para enviar remesas y desarrollarse profesionalmente. Pero en la narrativa de Washington, su labor debe ser retratada como servidumbre, para así transformar el más admirable de los exportes cubanos en una supuesta violación de derechos humanos.
Estas distorsiones no son accidentales. Son esenciales para mantener la cobertura moral del embargo. Porque una guerra económica que impide el acceso a alimentos, combustible, medicamentos e instrumentos financieros básicos no puede defenderse en términos utilitarios. Solo puede justificarse si Cuba es retratada no solo como autoritaria, sino como maligna: una nación paria, criminal, parasitaria. De ahí la retórica inflada, las designaciones arbitrarias, la instrumentalización del sufrimiento. La política ya no se ancla en la evidencia, sino en el relato. Cuba debe seguir siendo la villana, sin importar cuántas veces colapse el guion.
Pero tal vez la mayor tragedia sea generacional. Para los hijos y nietos del exilio, Cuba es a menudo un mito vislumbrado a través de historias y eslóganes, filtrado por la nostalgia y la rabia. Se les pide que odien un país que nunca han visitado, que añoren una Cuba que ya no existe. En la mayoría de los casos, lo hacen. En algunos, se rebelan. Pero en todos los casos, heredan una carga que distorsiona su imaginación política y estrecha su horizonte moral.
Existe otro camino. Comienza por renunciar a la fantasía de que la historia puede revertirse. Exige reconocer que el rumbo de Cuba—como el de toda nación—será sinuoso, contingente y propio. Requiere resistir la tentación de convertir los derechos humanos en armas, y recordar que la solidaridad significa acompañamiento, no control.
Amar a Cuba no es exigirle que se someta al modelo estadounidense. Es respetar su soberanía, llorar sus pérdidas, honrar su resiliencia y apoyar a su pueblo—no a pesar de su desafío, sino por él. El embargo no expresa ese amor. Es una herida disfrazada de estrategia, un castigo disfrazado de política. Ya es hora de dejarlo atrás.
Sin justificar los múltiples fallos de un gobierno habitualmente autoritario y a veces inepto, dejemos que Cuba sea Cuba. Que los exiliados lloren, pero no que gobiernen. Que Estados Unidos finalmente reconozca que el objetivo de la política exterior no es recrear el mundo a su imagen, sino aprender a vivir en él tal como es—con humildad, paciencia, y el coraje de dejar de confundir el poder con la virtud. Y lo más importante: ayudar al pueblo cubano, en lugar de aplastarlo con un régimen brutal de sanciones.