
Viviendas entre ciclones
Las enseñanzas de otros huracanes en cuanto a la afectación de las viviendas pudieran aplicarse a las secuelas de Melissa.
Para cuando el huracán Melissa abandonó la bahía de Santiago de Cuba, en Cayo Granma no quedaba prácticamente ninguna casa con techo, y decenas habían sido completamente destruidas.
Muchos de sus habitantes pasaron aquella noche refugiados en las pocas viviendas con cubiertas de placa o tejas francesas existentes en el islote. Otros se escondieron en baños, clósets o mesetas de cocina levantados con hormigón y mampostería. Una semana después del paso del ciclón un equipo de la televisión nacional recogió testimonios que insistían en la facilidad con que el meteoro había arrancado los techos metálicos y de asbesto cemento que cubrían la mayoría de las casas. “Primero se llevó todas las tejas, habitación por habitación, y después las vigas. Fue como si no hubieran estado cogidas con cemento a la pared”, le dijo un sobreviviente al periodista Lázaro Manuel Alonso.
Escenas similares se vivieron en comunidades del resto de la provincia de Santiago, y las vecinas Granma y Holguín, las tres más afectadas por Melissa. A pesar de la magnitud de los daños en la agricultura y las infraestructuras públicas, el fondo habitacional se anticipa como el ámbito en el que los efectos del huracán serán más difíciles de erradicar.
La magnitud del desastre se evidenció hace pocos días, cuando una comisión de las Naciones Unidas “rectificó” al alza la estimación en el número de viviendas dañadas, que poco antes había presentado el gobierno cubano. Mientras las autoridades habían cifrado los inmuebles con afectaciones en 76 689, los organismos internacionales concluyeron –luego de un recorrido por la región oriental– que eran más de 90 000 los que mostraban diversos grados de destrucción. “Se trata del daño más complejo”, apuntó la agencia de noticias EFE en su despacho sobre el tema.
De manuales y experiencia cotidiana
Cualquiera sea el número definitivo de casas siniestradas, la experiencia indica que el mayor porciento de incidencias se registrará en los techos. Es una premisa que ya confirmaron las primeras estadísticas publicadas por el Ministerio de Economía y Planificación, según las cuales tres cuartas partes de los daños causados por Melissa se concentraron en las cubiertas: 12 056 de carácter total (15,7%) y 47 753 parciales (62,3%).
Fueron afectaciones contabilizadas –casi exclusivamente– entre casas de cubierta ligera, que en Cuba por lo regular se construyen empleando tejas metálicas o de asbesto cemento. Esas dos tipologías son las más conocidas y aceptadas en el país.
“No es cuestión de gustos, sino de necesidad. Con los altos precios de los materiales, sobre todo del cemento y el acero, y lo perdido que está el ‘fibro’, los techos metálicos se han convertido en la única opción para la mayoría de las familias. Es cierto que no ofrecen la misma seguridad que los de placa y que luego no pueden utilizarse como entrepisos, pero las matemáticas son inapelables. Una teja de zinc promedio puede cubrir hasta 3,5 metros cuadrados. Sumándole el costo de los ganchos, del enrase y el purling, techar esa superficie sale en menos de 12 000 pesos. Mientras, para una placa de esa misma área la inversión supera ampliamente los 50 000 pesos. Y eso solo en materiales, sin contar la mano de obra y la terminación”, explicó Antonio “Tony” Oliva, un albañil camagüeyano que en los últimos años se ha especializado en la colocación de cubiertas ligeras. “Ninguna se ha ‘ido’ con los ciclones”, apuntó orgulloso.
Un techo metálico instalado de acuerdo con las normas técnicas vigentes en principio no tiene por qué ser vulnerable a los impactos de un huracán o un tornado, coinciden estudios del Ministerio de la Construcción (Micons) y de varias universidades cubanas. De hecho, en países como España, Estados Unidos y México, los protocolos de construcción establecen que esas estructuras deben ser capaces de soportar vientos de alrededor de 200 kilómetros por hora (a modo de comparación, Melissa tocó tierra en Oriente con vientos máximos sostenidos de 195 kilómetros por hora).
Una “Guía familiar para la colocación de techos seguros”, editada por el Micons y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, a partir de las experiencias del huracán Irma (que afectó la Isla en 2017), lista 11 consejos prácticos para quienes planeen montar cubiertas ligeras. Entre los mismos resaltan varios que pudieran considerarse evidentes pero que a veces son obviados hasta por empresas especializadas. Por ejemplo, los purlings (vigas metálicas) deben soldarse al cerramento o anilla de la edificación para impedir que la estructura sea arrancada por el viento. También es recomendable no separarlos más de 1,20 metros entre sí, y que los ganchos o tornillos de fijación se intercalan a distancias inferiores a 30 centímetros. Por último, se aconseja que el alero sobresalga apenas 30 centímetros a partir de la cara exterior de la pared; “es el punto más vulnerable del techo”, enfatiza la guía.
A primera vista, las casas completamente destechadas de Cayo Granma incumplían esas y otras recomendaciones. Las imágenes de la televisión mostraron cómo los purlings habían sido arrancados limpiamente por el viento, casi sin deteriorar las paredes de mampostería, evidencia de que su fijación había sido superficial. Tampoco había indicios de que sobre los techos se hubiesen colocado sacos de arena o tierra, ni que hubiesen sido amarrados con alambres, cabillas o al menos palos. Esas simples acciones suelen resultar muy efectivas para la protección de los techos, toda vez que les agregan sujeción desde su cara superior, la sección más vulnerable cuando azotan con mayor intensidad las rachas del huracán.
“El peso de un saco de arena o tierra seco ronda las 80-100 libras. Después que la lluvia lo empapa, ese peso aumenta y puede llegar a ser hasta del doble. A más peso, más estabilidad para el techo. Es casi como si le tiraran un pedazo de placa encima. Si además usted lo amarra, aunque sea con alambre de púa, puede ‘dormir’ tranquilo. La racha de viento tiene que ser muy ‘brava’ para que levante tan siquiera una teja”, comentó Tony Oliva.
Son experiencias empíricas que la “Guía” reconoce como válidas y aconseja adoptar durante la preparación para los meteoros. Sin embargo, ese acierto es contrarrestado por un error de bulto: recomendar que los tornillos o ganchos sean fijados en el “valle” de las tejas (la parte baja del acanalado). Se trata de una propuesta contraria a estudios previos que han demostrado de manera científica que las fijaciones deben colocarse en la “cresta” (o parte superior), con el objetivo de evitar goteras y aumentar la resistencia a los elementos.
Hace más de 20 años Cuba cuenta con una Norma de Carga de Vientos (la NC-285-2003), que en otros aspectos establece las diferencias de velocidad del viento para las distintas regiones de la Isla y los requerimientos sobre resistencia que deben cumplir las cubiertas. Pero como tantas otras normativas e investigaciones, parece dormir el sueño de los justos en algún archivo.
A falta de placa…
A comienzos de noviembre comenzaron a llegar a Oriente los convoyes con materiales de construcción. Entre las cargas más numerosas sobresalían las de tejas de asbesto cemento, con las que hasta el 8 de noviembre ya se habían recuperado 2 190 afectaciones parciales de techo.
El asbesto se sigue utilizando en Cuba a pesar de su probada toxicidad, la cual ha motivado su prohibición en buena parte del mundo. Además, las cubiertas construidas con ese material resultan mucho más frágiles que las metálicas y no es común que puedan reutilizarse luego del paso de los huracanes. “La teja de ‘fibro’ que arranca un ciclón queda hecha trizas. En primer lugar, porque desde hace años no las fabrican con la misma resistencia. Por el contrario, una teja de zinc que se haya volado es posible recuperarla, quitarle los dobleces y volverla a montar. Quedará más o menos bien, quizás con alguna gotera, pero ayudará a resolver el problema. Con el ‘fibro’ ni pensarlo”, comentó Francisnel Duany, vecino de la comunidad de Jaronú, en el municipio camagüeyano de Esmeralda.
Ocho años atrás el huracán Irma causó allí una devastación casi total, con cientos de casas arrasadas. Hasta que comenzaron a llegar las ayudas, en barrios como Moscú los propios vecinos fueron reconstruyendo sus casas con la madera y las láminas metálicas que el huracán les había llevado. Meses después, las nuevas viviendas del reparto se edificaron utilizando cubiertas distribuidas por el Gobierno, pero las paredes no hubo que ir a buscarlas lejos. Miles de palmas reales que Irma había “talado” en los potreros cercanos aportaron las tablas para esa comunidad que desde entonces lleva el sobrenombre de “petropalmas”.
De haber esperado por las asignaciones centralizadas de cemento, áridos y acero, requeridas para construir las casas de las tipologías 1, 2 y 3, recomendadas por el Instituto Nacional de la Vivienda (INV), en Jaronú todavía cientos de familias vivirían en las llamadas facilidades temporales.
En 2018, cuando fue aprobada la Política Nacional de la Vivienda, que proyectaba acabar con el déficit habitacional del país en un plazo de 10 años, el INV insistía en que las nuevas casas debían contar con cubierta rígida (placa de hormigón fundida in situ o prefabricada, vigas y losas, u otras tecnologías similares). Fue una pretensión que rápidamente quedó en letra muerta debido a la caída de las producciones nacionales de cemento y acero.
A falta de datos trimestrales correspondientes a 2025, la información más actualizada sobre el sector remite al ejercicio fiscal de 2024. Repasándola se aprecia en toda su magnitud el desplome de la industria nacional de materiales de la construcción, y en consecuencia, de las posibilidades de levantar las viviendas “ideales” para hacer frente a los huracanes.
El año pasado la producción nacional de cemento gris rondó las 257 000 toneladas, apenas el 25% de la registrada en 2020, un año que de por sí cabía considerar malo. En cuanto al acero en palanquillas y barras corrugadas (cabillas) la contracción fue aún más dramática: las 6 500 toneladas salidas del laminador de Antillana de Acero equivalieron a un magro 6% de la producción que se alcanzaba al comienzo de la pandemia.
En esas circunstancias resulta imposible cumplir, no ya los objetivos del Política Nacional de la Vivienda, sino incluso los más discretos de otros programas regionales que la antecedieron. Por ejemplo, a finales de la década de los 2000 el gobierno de Villa Clara había proyectado que el 75% de las nuevas casas que se edificaran en la provincia fueran resistentes a huracanes. Los inmuebles con esas características debían contar con cubiertas sólidas, requisito que “de manera paulatina” se iría extendiendo a otros proyectos habitacionales.
Al calor de aquel programa, cientos de casas fueron levantadas en la ciudad de Santa Clara, en la franja sur del ferrocarril central, frente a la loma del Capiro, la mayoría con techos de bovedilla de poliespuma y mallas electrosoldadas. Hacia 2010 las tres plantas de poliespuma que funcionaban en el país, ubicadas en Artemisa, Sancti Spíritus y Santiago de Cuba, entregaban módulos de techo para unas 10 000 casas por año, y la pretensión era que para finales de la década esa tecnología se hubiese convertido en la más utilizada para la construcción de viviendas unifamiliares.
Al hecho de que las cubiertas de poliespuma emplearan menos de la mitad del hormigón armado que las placas tradicionales, y de que permitieran construir edificaciones de hasta cinco niveles, se sumaría poco después la ventaja de contar con una moderna línea de mallas electrosoldadas, que abarató sus costos y multiplicó su disponibilidad.
Fue una expectativa que nunca se cumplió. La producción de esa planta, establecida en el municipio camagüeyano de Minas, casi en su totalidad terminó destinándose a la construcción de edificios “Forza”, en las inversiones hoteleras y proyectos como la Zona Especial de Desarrollo del Mariel. En paralelo, los planes de las fábricas de poliespuma se contraían debido a la falta de materias primas importadas.
Otra alternativa económica era la del llamado “Proyecto Mambí”, que en 2009 promovían las autoridades de Pinar del Río como solución local al déficit de viviendas ocasionado por los huracanes que regularmente afectan el extremo occidental de la Isla. Como en el caso de las “petropalmas” se basaba en aprovechar los árboles derribados por esos fenómenos naturales, pero incorporando una característica distintiva: un cuarto de baño de mampostería y placa (en ocasiones, también la cocina podía contar con cubierta rígida), que en casos extremos serviría como refugio a la familia o, al menos, para que allí se resguardaran sus bienes más valiosos.
Fue un proyecto del que se ejecutaron cerca de 2 000 viviendas en pequeñas comunidades rurales de la provincia pinareña, y que ahora pudiera replicarse en la llanura del Cauto y otras zonas del Oriente, aprovechando el gran número de árboles derribados por Melissa. Además, la idea de construir con mampostería un segmento de la casa ya demostró su efectividad en el pasado. Así sucedió en el marco del virtualmente desaparecido programa de subsidios, que se basaba en la asignación de recursos para la construcción de una “célula básica” (cuarto, cocina y baño). La premisa era que a partir de esta superficie edificada luego se fuera ampliando la vivienda.
Todas las opciones deberían estar sobre la mesa, teniendo en cuenta la crítica situación económica que vive el país. Sin ir lejos, en el oriente de Guantánamo cientos de familias siguen habitando en facilidades temporales y campamentos de carpas, un año después de que perdieran sus viviendas a causa del huracán Oscar. No pocas habían sido antes damnificadas de otros ciclones. Si no se rompe ese ciclo de malas reconstrucciones y peor preparación, luego de huracanes futuros, cada vez más cubanos se abocarán a la difícil circunstancia de encontrar que de sus casas solo quedan unos cuantos horcones y tejas “perdonadas” por el viento.

