¿Una revolución en Estados Unidos? (+English)

Si Donald Trump fuese un hombre de izquierda, nadie dudaría en considerarlo el líder de una poderosa revolución, destinada a transformar el sistema político norteamericano. Los trumpistas no solo se cuestionan la credibilidad de las veneradas elecciones estadounidenses, sino la legitimidad de la presidencia, el Congreso y el cuerpo legal de ese país, los tres poderes que sirven de patrón político al modelo capitalista mundial. Más grave aún, han demostrado que están dispuestos a usar la violencia para imponer sus posiciones, cómo ocurrió con el ataque al Capitolio, en enero de 2021.

Son casi la mitad de los votantes en un país que se consume en sus propias contradicciones. El fraccionamiento étnico y racial, las diferencias sociales y el mosaico demográfico que caracteriza a las diversas regiones, controladas por uno u otro partido, no son fenómenos nuevos en la sociedad norteamericana, pero el trumpismo los ha agudizado, a niveles que recuerdan los peores momentos de quiebre de la unidad nacional. Incluso son evidentes las grietas en la arquitectura política que ha sostenido el consenso nacional desde la guerra de secesión, a mediados del siglo XIX. No es un problema menor que veinticinco estados, encabezados por Texas, se rebelen contra directivas inmigratorias federales, avaladas por la Corte Suprema.  

Aunque muchas de sus críticas al sistema están justificadas, el problema con la “revolución trumpista” es que los cambios que proponen son para peor, toda vez que están basados en la  exacerbación de las tendencias más egoístas y primitivas de la sociedad estadounidense. El racismo, la xenofobia, la homofobia y otras formas de discriminación, empaquetadas en el mito de la excepcionalidad norteamericana, están en el centro de una ideología que solo idolatra el dinero y la supremacía de los hombres blancos anglosajones. En el plano de la política exterior, son los abanderados del unilateralismo y el desprecio al orden internacional, aunque el chovinismo trumpista aparenta ser menos guerrerista que lo demostrado por el gobierno de Joe Biden.

Muchos intereses tiemblan frente a esta posible restructuración del poder político norteamericano y se notan los intentos de sectores del establishment por frenar la ofensiva trumpista, entre ellos más de 90 procesos legales, que abarcan todo tipo de delitos, incluso el de insurrección contra el orden constitucional. Ningún otro político norteamericano hubiese sobrevivido el descrédito de que lo acusen, con buenas razones, de ladrón, mentiroso o violador, pero los seguidores de Trump refuerzan su liderazgo, porque en el mejor de los casos lo consideran una víctima del sistema, que paga el precio de rebelarse contra un régimen corrupto, que estas personas también desean transformar.

Paradójicamente, al mismo tiempo que Trump es la principal fortaleza del partido republicano constituye su gran debilidad, ya que su figura genera el rechazo de la mayor parte del resto de la población norteamericana. El cálculo de los que apuestan por una victoria demócrata en las próximas elecciones, está basado en que el voto en contra de Trump decidirá la contienda, sin importar mucho el candidato que se le oponga, tal y como ocurrió en las elecciones de 2020.

Efectivamente, contra Trump reaccionan espantados no solo los votantes demócratas, sino la mayoría de los considerados independientes, que se ubican hacia el centro del espectro político nacional. Si esta lógica vuelve a funcionar, Trump no tiene posibilidad de ganar las  elecciones. El dilema es si funciona, toda vez que bastaría la abstención de buena parte de estas personas para que los resultados sean otros.

En otro sentido, la destacada intelectual canadiense de origen judío, Naomi Klein, considera que “solo la renuncia de Biden puede frenar a Donald Trump”. Según ella, el descontento generado por la complicidad del presidente con el genocidio israelita en la Franja de Gaza, le ha enajenado el voto posible del sector más progresista del partido, en especial de los jóvenes. Pudiera hablarse de otros asuntos que también distancian a estos votantes, como la guerra en Ucrania, donde se acusa a la familia Biden de estar involucrada por intereses propios; el manejo de la inmigración o el estado de la economía, a pesar de que el gobierno insiste en su recuperación. 

“Biden contra el Diablo” fue la opción utilizada para mantener al sector progresista atado a la disciplina del partido. Sin embargo, mantener la lealtad de este sector, también indispensable para las aspiraciones demócratas en 2024, lo que supone promover a sus cuadros y asumir su agenda política, constituye otro problema para la dirigencia demócrata. Igual que Donald Trump, aunque por otras razones, esta gente es una amenaza para el establishment demócrata, que igual carga con su vocación imperialista y tiene pánico, además de antipatía, de que los acusen de “socialistas” con todo lo difuso que resulta el término en el abanico político norteamericano.

Joe Biden es el gran beneficiario de la creencia que funcionará la lógica antitrumpista, lo que explica que se mantenga en la boleta, a pesar de que da la impresión de que a duras penas sabe dónde está parado. Su capital político es ser el contrario de Donald Trump y haberle derrotado en 2020, aunque ahora la tiene más difícil y de seguro perdería contra cualquier otro candidato republicano. Tiene razón la candidata republicana Nikki Haley, cuando asegura que ganaría las elecciones el partido que se decida a tener un candidato menor de 80 años. Los republicanos no tienen esta opción debido a la popularidad de Trump, pero los demócratas sí tienen otras alternativas. ¿Por qué entonces las fuerzas que dominan el partido demócrata insisten en la candidatura de Biden?

Porque es el depositario de una “inversión política”, que está rindiendo muy buenos frutos desde el gobierno. Da igual que el mundo esté patas arriba, las “guerras de Biden”, donde otros ponen las víctimas, los contribuyentes norteamericanos pagan la inversión y los empresarios transnacionales se llenan los bolsillos, así como otros aspectos de su política exterior, han sido un tremendo negocio para sectores que dominan la economía del país. 

Trump tiene razón cuando acusa a Biden de “globalista”, en detrimento de los intereses nacionales estadounidenses, pero es difícil creer que, más allá de la demagogia chovinista, actuaría de otra manera. Son muy poderosos los intereses que sostienen esta política y el imperialismo tendría que dejar de ser imperialismo para modificar sus esencias, cualquiera sea el presidente del país. 

A favor de Biden dentro del partido demócrata, también funciona el oportunismo que generalmente aconseja no oponerse a un presidente en funciones del propio partido. La osadía puede costar muy cara y los resultados siempre son inciertos. En resumen, para la dirigencia demócrata no parece un buen negocio cambiar de caballo en medio de la carrera, aunque corren el riesgo de que se despetronque frente a los obstáculos que tendrá que superar.

Las próximas elecciones norteamericanas pueden estar regidas por la lógica perversa de que los opositores al status quo, sean de derecha o de izquierda, se alíen sin quererlo para entregar el poder al peor candidato posible. Solo así Donald Trump ganaría las próximas elecciones estadounidenses. Si esto ocurre no debiera sorprendernos; unidos, los descontentos son mayoría, y ello refleja un problema mayor: la profunda crisis por la que atraviesa el sistema hegemónico norteamericano, algo que no resolverá ninguna elección.           

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Translation to English:

A revolution in the United States?

If Donald Trump were a man of the left, no one would hesitate to consider him the leader of a powerful revolution destined to transform the American political system. Trumpists not only question the credibility of the venerated US elections, but also the legitimacy of the presidency, Congress and the legal body of that country, the three powers that serve as the political standard of the world capitalist model. Even more serious, they have shown that they are willing to use violence to impose their positions, as occurred with the attack on the Capitol on January 6, 2021.

They are almost half of the voters in a country that is consumed by its own contradictions. Ethnic and racial fractionation, social differences and the demographic mosaic that characterizes the various regions, controlled by one party or another, are not a new phenomena in North American society, but trumpism has exacerbated them to levels that recall the worst moments of breakdown of national unity. The cracks are even evident in the political architecture that has sustained the national consensus since the Civil War in the mid-19th century. It is no small problem that twenty-five states, led by Texas, rebel against federal immigration directives endorsed by the Supreme Court.

Although many of their criticisms of the system are justified, the problem with the “Trumpist revolution” is that the changes they propose are for the worse, since they are based on the exacerbation of the most selfish and primitive tendencies of American society. Racism, xenophobia, homophobia and other forms of discrimination, packaged in the myth of American exceptionalism, are at the center of an ideology that only idolizes money and the supremacy of white Anglo-Saxon men. At the level of foreign policy, they are the standard-bearers of unilateralism and contempt for the international order, although trumpist chauvinism appears to be less warlike than what has been demonstrated by Joe Biden’s government.

Many interests tremble in the face of this possible restructuring of US political power and the attempts of sectors of the establishment to stop the trumpist offensive are noticeable, including more than 90 legal proceedings, which cover all types of crimes, including insurrection against the constitutional order. No other American politician would have survived the discredit of being accused, with good reason, of being a thief, a liar or a rapist, but Trump’s followers reinforce his leadership, because at best they consider him a victim of the system who pays the price of rebelling against a corrupt regime, which these people also want to transform.

Paradoxically, at the same time that Trump is the main strength of the Republican Party, he constitutes its great weakness, since his figure generates the rejection of most of the rest of the US population. The calculation of those who bet on a Democratic victory in the next elections is based on the vote against Trump will decide the race, regardless of the candidate who opposes him, just as happened in the 2020 election.

Indeed, not only Democratic voters, but also the majority of those considered independent, who are located towards the center of the national political spectrum, react with horror against Trump. If this logic works again, Trump has no chance of winning the election. The dilemma is whether it will work, since the abstention of a good part of these people would be enough for the results to be different.

In another sense, the prominent Canadian intellectual of Jewish origin, Naomi Klein, believes that “only Biden’s resignation can stop Donald Trump.” According to her, the discontent generated by the president’s complicity with the Israeli genocide in the Gaza Strip has alienated him from the possible vote of the most progressive sector of the party, especially the young people. She could talk about other issues that also distance these voters, such as the war in Ukraine, where the Biden family is accused of being involved for their own interests; the management of immigration or the state of the economy, despite the fact that the government insists on its recovery.

“Biden against the Devil” was the option used to keep the progressive sector tied to the discipline of the party. However, maintaining the loyalty of this sector, also essential for Democratic aspirations in 2024, which means promoting its cadres and assuming its political agenda, constitutes another problem for the Democratic leadership. Just like Donald Trump, although for other reasons, these people are a threat to the Democratic establishment, which still carries its imperialist vocation and is terrified, as well as antipathetic, of being accused of being “socialists” with all the vagueness of the term in the US political spectrum.

Joe Biden is the great beneficiary of the belief that anti-Trumpist logic will work, which explains why he remains on the ballot, even though he gives the impression that he barely knows what he is doing. His political capital is being the opposite of Donald Trump and having defeated him in 2020, although now he has it more difficult and would surely lose against any other Republican candidate. Republican candidate Nikki Haley is right when she assures that the party that decides to have a candidate under 80 years of age would win the election. Republicans do not have this option due to Trump’s popularity, but Democrats do have other alternatives. Why then do the forces that dominate the Democratic party insist on Biden’s candidacy?

Because he is the repository of a “political investment” which is yielding very good results from the government. It doesn’t matter that the world is upside down, the ‘Biden wars’, where others provide the victims, American taxpayers pay the investment and transnational businessmen line their pockets, as well as other aspects of his foreign policy, have been a boon for business for sectors that dominate the country’s economy.

Trump is right when he accuses Biden of being a “globalist,” to the detriment of American national interests, but it is difficult to believe that, beyond chauvinist demagoguery, he would act otherwise. The interests that support this policy are very powerful and imperialism would have to stop being imperialism to modify its essence, regardless of the president of the country.

In favor of Biden within the Democratic Party, opportunism also works, which generally advises not opposing a sitting president of one’s own party. Boldness can be very expensive and the results are always uncertain. In short, for the Democratic leadership it does not seem like a good deal to change horses in the middle of the race, although they run the risk of it breaking down in the face of the obstacles it will have to overcome.

The next US elections may be governed by the perverse logic that opponents of the status quo, whether from the right or the left, unwittingly ally themselves to hand over power to the worst possible candidate. Only then would Donald Trump win the next US elections. If this happens we should not be surprised; United, the dissatisfied are the majority, and this reflects a larger problem: the deep crisis that the US hegemonic system is going through, something that no election will solve.