¿Puede el trigo cubano solucionar la crisis del pan?

En mayo de 2023 Esteban Lazo atribuyó la falta de trigo en Cuba al poder colonial español. Según él, la tradición del cultivo de ese cereal se había perdido aquí debido a una orden dictada en el siglo XIX por la Corona, con el objetivo de “que viniera la harina de Castilla. Es el colonialismo lo que nos ocasionó este problema”.

Con su astracanada, el presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular intentaba justificar las irregularidades que ya ocurrían en el abasto de pan.

Al menos desde mediados de 2022 la situación era “crítica”, reconocería un mes más tarde el presidente del Grupo Empresarial de la Industria Alimentaria, Emerio González Lorenzo. “Para tener estabilidad hacen falta tres barcos de trigo [al mes]. Pero en lo que va de 2023 solo se han podido importar cuatro. Un barco con 23 500 toneladas de trigo da 15 500 toneladas de harina. Únicamente para la canasta básica y el consumo social ajustado de un mes hacen falta 19 500 toneladas”, declaraba durante un programa Mesa Redonda.

El funcionario atribuía la crisis a la subida del precio del trigo importado por la Isla, cuyo valor se habría duplicado desde 2019.

Era una verdad a medias. En realidad, la cotización internacional del trigo se había incrementado durante la pandemia y el comienzo de la guerra en Ucrania, a causa de los trastornos que esos acontecimientos habían ocasionado en el sistema logístico mundial. Pero como señalaba a finales de 2023 el economista Pedro Monreal, luego los mercados habían entrado en una lenta pero continua tendencia a la baja.

Citando a la web europea Business Insider el experto comparaba el precio máximo de esos años, alcanzado el 7 de marzo de 2022 (446,65 dólares por tonelada), con el del 8 de diciembre de 2023, cuando las bolsas habían cerrado en 234,92 $/ton, marcando la valuación más baja desde finales de 2020. En todo caso, probablemente eran el transporte y las formas de financiación los que habían encarecido el proceso importador de la Isla, un punto sobre el cual al Gobierno le correspondía rendir cuentas, opinaba.

Aquellos tiempos parecieran idílicos si se comparan con la realidad que hoy enfrentan los cubanos. En septiembre del año pasado el Ministerio de Comercio Interior (MINCIN) anunció la reducción en un 25% del gramaje del “pan de la libreta”. Aunque la medida era descrita como “temporal”, prácticamente nadie se engañó creyendo que así sería, como tampoco que habrían de cumplirse los compromisos oficiales en cuanto al peso y la calidad del producto. Lo que sí pocos imaginaron es que apenas unos meses después ni siquiera podría contarse con la ración limitada del alimento.

Hace semanas el pan de la cuota empezó a tener una presencia intermitente en la capital y prácticamente desapareció de las provincias. En varios territorios las autoridades han implementado decisiones como venderlo solo a niños y personas con dietas médicas, pero lo cierto es que ante la escasez total de harina el margen de maniobra es bien reducido.

Las perspectivas no son mejores. Cuba atribuye la caída en sus importaciones de trigo “al escaso financiamiento y a la persecución de los fondos de los que dispone el país para adquirirlo”. Y con la lenta pero gradual elevación de los precios del cereal que ha venido verificándose desde 2024, la meta de garantizar al menos 60 gramos diarios de pan a cada consumidor podría hacerse incluso más difícil.

La oferta privada, en tanto, no constituye una alternativa a la disminuida oferta estatal. Al menos, no a gran escala. Aunque no existen estadísticas oficiales al respecto, resulta incuestionable el crecimiento que durante los últimos años experimentaron las importaciones de las llamadas formas de gestión no estatal. En redes como Facebook abundan las ofertas de contenedores con harina, levadura e incluso equipos de panadería comprados en países tan inusuales como Turquía. Pero el precio de la tonelada de harina entrada al país por esa vía oscila entre los 650 y 700 dólares, mucho más alto que el que suele pagar el Estado por sus importaciones a gran escala. En consecuencia, el pan elaborado con materia prima privada también debe venderse a un precio mayor, lo que lo convierte en prohibitivo para la mayor parte de la población.

En esas circunstancias, ¿sería el trigo cubano una alternativa viable?

Más variedades que producción

En principio, se imponen la geografía y la historia. De acuerdo con los manuales de cultivo de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) el trigo crece de manera óptima a temperaturas de entre 15 y 25 grados Celsius, pero también puede hacerlo con rendimientos aceptables cuando los termómetros no pasan de los 33°C y la humedad relativa oscila entre el 50 y el 60%. Esas condiciones prácticamente “retratan” las que experimenta Cuba durante su moderado invierno, de noviembre a comienzos de marzo, cuando se registran menos del 40% de las precipitaciones anuales y las máximas rondan los 30°C.

Son al menos 120 días que pudieran aprovecharse para realizar una campaña completa de trigo, toda vez que su ciclo vegetativo es de alrededor de 100 días.

Diciéndolo no se descubre ningún secreto. A lo largo del período colonial el cultivo del trigo se mantuvo con diverso grado de éxito en regiones del occidente y centro. Por lo regular se trataba de cosechas pequeñas, pero que satisfacían buena parte de la demanda de las localidades en torno a las cuales se ubicaban los trigales. Hacia mediados del siglo XIX el sabio Antonio Bachiller y Morales abordó el tema, señalando el impacto negativo que ya causaban a ese cereal la importación masiva de harina española, las políticas de promoción del azúcar y el tabaco, y la aparición de plagas que los pequeños agricultores no estaban en condiciones de eliminar.

Precisamente su vulnerabilidad a las plagas tropicales impidió que sucesivas variedades de trigo importadas desde países como Brasil y Estados Unidos se aclimataran a la Isla. En la primera mitad del siglo XX los intentos más significativos de masificar el cultivo se realizaron en 1904 y a comienzos de la década de 1940, en la Estación Experimental Agronómica de Santiago de las Vegas. El informe final sobre la segunda de esas pruebas recomendaba concentrar los esfuerzos en la obtención de una variedad autóctona, algo que no se logró hasta 1964.

La C-204, la primera variedad de trigo originaria de nuestro país, fue resultado de la adaptación de una semilla brasileña a las condiciones de mayor humedad e insolación de la Isla. En las décadas siguientes los agrónomos cubanos obtuvieron otras variedades, hasta completar un grupo de ocho, con características comunes como una “maduración uniforme, rendimientos de 2 t/ha (en condiciones de secano) o mayores, resistencia a la sequía, el acame [volcamiento de la planta por la acción del viento o el agua] y la salinidad”.

Una investigación realizada en 2009 por el Instituto Nacional de Ciencias Agrícolas (INCA), en Mayabeque, lograría rendimientos incluso mayores (hasta 5,5 toneladas por hectárea), desplazando el momento de la siembra de noviembre a enero y aprovechando la biomasa del propio cultivo para incrementar su productividad.

Cada tonelada de trigo suele aportar entre 600 y 650 kilogramos de harina, por lo que se trataba de rendimientos no despreciables; sobre todo si se los comparaba con los del arroz, el principal cereal de la dieta nacional. En los mejores años antes de la pandemia las cosechas arroceras promediaron nacionalmente entre 4 y 5 toneladas por hectárea (menos de 3 toneladas de “arroz consumo”, luego de su industrialización).

Cuestión de incentivos

El trigo tiene la ventaja adicional de no necesitar grandes volúmenes de agua. De hecho, la planta suele desarrollarse mejor en condiciones de secano que de excesiva humedad. Así le contaba al periodista Miguel Alejandro Hayes un agricultor llamado Roque, que en 2022 sembraba pequeñas parcelas de trigo en la zona de El Cacahual, a las afueras de La Habana.

Por el contrario, cada hectárea de arroz cultivada mediante anegamiento (el sistema que brinda mejores resultados) requiere entre 10 000 y 15 000 metros cúbicos de agua, lo que supone un considerable gasto de recursos en movimiento de tierra, represamiento y bombeo del líquido.

Roque formaba parte de un grupo de campesinos que en 2011 había recibido semillas brasileñas como parte de una prueba de campo organizada por el Ministerio de la Agricultura en provincias occidentales y centrales. Pero el proyecto había fracasado por la falta de precios atractivos que motivaran a los sembradores a mantenerse en el cultivo y ampliar sus áreas de siembra. En provincias como Sancti Spíritus, donde se habían incorporado varios campesinos a la experiencia, “la cebolla o el ajo son más rentables”, contrapuso Roque. “En Cuba no se da bien el trigo no porque no es negocio, hay muy poco apoyo”.

Cuba podría producir una parte del millón de toneladas de trigo que necesita anualmente. Para hacerlo bastaría con una fracción del dinero que cuesta importarlo. Pero también haría falta un cambio en la mentalidad gubernamental, que se tradujera en incentivos y apoyo para los campesinos incorporados al cultivo del cereal. Pagos competitivos y la creación de una red de centros de sanidad vegetal, bancos de semillas, molinos y otras infraestructuras son pasos esenciales para transitar de las pruebas de campo a la masificación. En otros tiempos ni siquiera se contemplaron.

En abril de 2022 el director del Centro de Investigaciones Agropecuarias de la Universidad Central de Las Villas, Victor Daniel Gil, le explicaba a la prensa local que en las pruebas con variedades cubanas de trigo se habían obtenido rendimientos de hasta dos toneladas y media por hectárea, sin riego ni grandes atenciones culturales, precisamente las condiciones en que hoy se desenvuelve la práctica totalidad de la agricultura cubana.

En aquellos tiempos “felices” –en que el pan de 80 gramos llegaba cada mañana a manos de los consumidores– expertos como él aconsejaban incrementar la escala de las siembras para no depender de una materia prima que se traía de lejos y a un alto costo. Si esa línea de acción era la lógica por entonces, que no podrá decirse tres años después, cuando desayunar se ha vuelto una odisea. Pero a 61 años de que Cuba obtuviese su primera variedad autóctona, la solución a la escasez de trigo sigue dependiendo de una importación que cada vez resulta más difícil pagar.

Daniel Valero, periodista cubano.

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