
El “universo” de Donald Trump
Donald Trump nunca ha creído en las reglas que supuestamente rigen el sistema norteamericano, su historia personal ha sido construida mediante la violación de estas reglas, escapar de sus consecuencias y congratularse por ello. De resultas, para aquellos que veían a Estados Unidos como un ejemplo de estabilidad institucional, respeto a las normas democráticas y una adecuada conducta de sus gobernantes, resultaba impensable que alguien así accediera a la presidencia en 2016.
Todavía más sorprendente resultaba que, tras perder en 2020, pudiera triunfar en 2024, arrastrando la experiencia de una administración caótica, responsable de millones de muertes durante la pandemia, protagonizar un intento de golpe de Estado y enfrentar 34 causas legales, que lo convirtieron en el primer presidente convicto en la historia del país.
La realidad es que, pesar de todo esto, 77 millones de norteamericanos votaron por él, estableciendo un record para un candidato republicano. Lo hicieron a sabiendas de lo que hacían, ya que, aunque es famoso por sus mentiras, fue bastante diáfano respecto a su agenda y la ha cumplido a cabalidad.
En apenas seis meses de gobierno, Trump ha cesanteado a más de 200 000 empleados federales e indemnizado a otros 75 000, lo que ha puesto patas arriba a buena parte del aparato administrativo del país. Aunque casi nadie ha escapado de la acometida y la racionalización podría justificarse en ciertos casos, es evidente que los principales recortes se han concentrado en áreas como la educación, la salud pública, la protección del medio ambiente, así como los derechos del consumidor y las minorías. Su “grande y hermosa” ley presupuestaria, aprobada por estrecho margen en el Congreso, vino a confirmar esta política y ofrecer grandes ventajas fiscales a los más ricos.
De lo que en realidad se trata, no es de reducir el aparato estatal −siempre un objetivo de los conservadores−, sino de transformar la composición de la burocracia, sustituyendo a los viejos empleados por personas confiables a Donald Trump y el movimiento MAGA (Make America Great Again). No importa si se trata de la bibliotecaria del Congreso o la persona encargada de las estadísticas laborales, la extrema derecha republicana está tomando por asalto el aparato gubernamental e imponiendo sus condiciones para laborar en el mismo, lo que tendrá consecuencias que trascienden la actual administración.
En el Departamento de Estado, considerado desde la época del macartismo como un nido de “infiltrados comunistas”, el secretario Marco Rubio ha despedido a más de 1 300 funcionarios y nombrado en puestos de relevancia a sus acólitos ultraderechistas floridanos o a los “amigos personales del presidente”, en especial millonarios que gustan gastar su tiempo libre en actividades de protocolo internacional y pagan por ello.
La misma suerte han corrido las agencias federales consideradas “independientes”, en particular aquellas que los conservadores estiman responden a la agenda “woke” de los liberales, dígase las orientadas a asuntos como el género, la raza, la educación sexual o la asistencia al extranjero, muchas veces la “cara buena” de la política exterior norteamericana.
Con muy escasas excepciones, las más prestigiosas universidades del país han tenido que plegarse a las exigencias del gobierno, no solo para cumplir con los requisitos ideológicas conservadores sino también para desmantelar programas de “acción afirmativa” a favor de las minorías y aceptar medidas policiales destinadas a controlar al estudiantado y el contenido de sus actividades políticas. Lo mismo ocurre con otras instituciones culturales y los programas de la enseñanza a todos los niveles. Estamos en presencia de una revolución cultural ultraconservadora y ni los cuentos infantiles se salvan de la censura de los fundamentalistas doctrinarios de la extrema derecha.
Violentando cualquier precedente, Trump perdonó en masa a los que asaltaron el Capitolio el 6 de enero de 2021, así como a otras cincuenta personas que, al parecer, habían sido particularmente “generosas” con el presidente durante la campaña electoral. Se destacan entre los amnistiados dos antiguos asesores y su suegro, Charles Kushner, culpable confeso de 18 delitos federales, a quien además nombró embajador en Francia.
A su vez, ha establecido demandas o acusaciones contra jueces federales que han enfrentado sus políticas, contra bufetes de abogados o fiscales que en algún momento han actuado en su contra, ha amenazado a periodistas y artistas, ha maltratado a generales e incluso acusado de corrupción a políticos como Hillary Clinton, Barack Obama o Nancy Pelosi, quizás con la intención de demostrar no ser el único delincuente que recorre los pasillos de Washington. Trump no se esconde para ser vengativo, basta leer sus libros para comprender cuanto lo disfruta. “De presa me he convertido en cazador”, dicen que dijo cuando asumió de nuevo la presidencia, y convirtió al Departamento de Justicia en un medio personal para la inquisición de sus enemigos.
La política contra los inmigrantes carece de toda decencia y compasión, superando los muy elevados niveles de crueldad que registra la historia estadounidense en este asunto. Se ha ensañado con las víctimas, violentado leyes e incumplido mandatos judiciales, encarcelado y deportado sin el debido proceso a miles de individuos, en ocasiones a países donde la vida no tiene valor ni para sus propios habitantes. La frontera es más segura, dice Donald Trump, quizás por haberla convertido en la “frontera del infierno” para muchos.
Incluso se presume con el placer de hacer daño y maltratar a las personas, la secretaria de Seguridad Interior, Kristi Noem, gusta fotografiarse frente a prisioneros semidesnudos en El Salvador o recorriendo las “facilidades” de la cárcel “Alcatraz de los Caimanes”, recién construida en los pantanos de la Florida para albergar a inmigrantes capturados. Incluso fue inaugurada por Trump, como si fuese uno de sus hoteles.
Para reprimir las protestas, ya sea contra la persecución de los inmigrantes o a favor de otras causas, como la Palestina, Trump ha recurrido al extremo de movilizar a la Guardia Nacional y a los Marines, ha incrementado la capacidad y la brutalidad del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y obligado a que muchas policías locales colaboren con estos cuerpos, haciendo recordar las razias de los nazis contra los judíos.
La grosería y la intimidación forman parte del estilo de gobierno, no solo por el propio Trump, que ha convertido las palabras soeces y las burlas en lenguaje oficial, sino de otros funcionarios, como la vocera de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, que gusta insultar a los periodistas, cuando no le complacen sus preguntas. Ni el presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, ha escapado de las insolentes presiones del gobierno, aunque ha sido uno de los pocos en plantarle cara, quizás porque representa al gran capital y todo tiene un límite.
La política exterior del gobierno trumpista igual se ha caracterizado por el irrespeto a las normas internacionales y la soberanía de los países. Ha pisoteado a los aliados, humillado a gobernantes “amigos” e impuesto acuerdos leoninos a sus principales socios comerciales o puesto en crisis las relaciones con otros. Debido a sus calenturas expansionistas, Estados Unidos ha visto afectadas sus relaciones con Canadá, Dinamarca y Panamá, así como con Brasil y Colombia, al entrometerse en los procesos judiciales contra los expresidentes de extrema derecha Jair Bolsonaro y Álvaro Uribe, quizás alentado por Marco Rubio, que es el verdadero amigo de esta gente.
A México y Canadá les acusa de no controlar el tráfico de fentanilo hacia Estados Unidos, como si el consumo de los estadounidenses y la impunidad de los traficantes norteamericanos no fuesen factores en esta ecuación. Amenaza a los BRICS por buscar alternativas al dólar; a Rusia pretende imponerle un ultimátum para negociar con Ucrania, a la vez que continúa vendiendo armas a sus contrincantes, y a China se le declara “el enemigo principal”, sin otra causa real que la eficacia de su economía.
Trump ha sido cómplice del genocidio de Israel en Palestina, no solo vendiendo bombas antes prohibidas por el propio gobierno norteamericano, sino persiguiendo a todo aquel que condene estos crímenes dentro o fuera del país. Canadá ha recibido castigos por reconocer al Estado de Palestina. Estados Unidos se retiró de la UNESCO y ha sancionado a funcionarios de la ONU y la Corte Internacional de Justicia por la misma razón. También a funcionarios gubernamentales palestinos, nada menos que por “incumplir compromisos con la paz en la región”, según una nota del Departamento de Estado.
No ha logrado acabar con la guerra entre Rusia y Ucrania, ni establecer un cese al fuego en Gaza, que fueron promesas de su campaña. Por el contrario, se involucró peligrosamente en el conflicto de Israel con Irán, al bombardear instalaciones nucleares del país persa. Más bien, gracias a la Unión Europea, que acaba de plegarse a las exigencias de “daddy Trump” al establecer un 5% del PIB para el presupuesto militar, parece tratar de convertirse en el dealer de armas “más grande de la historia”, como gusta repetir en el ejercicio frecuente de su incontrolada megalomanía.
Según él mismo ha declarado, la palabra “tarifa” le resulta más hermosa que la palabra “amor”. En consecuencia, ha puesto y quitado aranceles a todo el mundo, enloqueciendo al comercio internacional y las bolsas de valores, con una política proteccionista retrógrada, que pretende resolver la falta de competitividad de la industria norteamericana y las consecuencias de la imposición del dólar en el mercado internacional, mediante el encarecimiento artificial de los productos extranjeros.
A ciencia cierta nadie sabe cuál será el resultado de esta política. Por lo pronto, pase lo que pase, muchos sospechan que puede ser un gran negocio para el presidente y sus compinches, que juegan con las cartas marcadas. Nada extraño, si tenemos en cuenta que Trump es un “depredador compulsivo de valores y dinero”.
Cenar con Trump resulta muy costoso, pero generalmente vale la pena, porque los negocios “fluyen” después del convite. Siempre que es posible, las reuniones oficiales, dentro o fuera del país, se realizan en las instalaciones de su propiedad y hasta la Casa Blanca ha servido para promocionar automóviles, cuando Elon Musk era su mejor camarada.
De Catar se llevó un avión como “regalo”, a la FIFA le robó la copa del Mundial del Clubes, una medalla de oro y los “indujo” a poner sus oficinas en el Trump Tower de Manhattan. Hasta Marco Rubio perdió un reloj de pared heredado de su abuelo, porque a Trump le gustó la pieza y le “recordó” que, siendo presidente, podía tomar lo que deseara.
También ha sido un depredador de mujeres, la prueba es que al menos 18 han presentado acusaciones de acoso o agresión sexual y las propias declaraciones del presidente, dichas para congraciarse, hablan por sí solas de su conducta. No hace falta desclasificar los archivos del pedófilo Jeffrey Epstein, sobran fotos y testimonios para documentar los “extravíos sexuales” del actual presidente norteamericano.
Los nombramientos de secretarios, jueces y fiscales han sido verdaderos escándalos por la incompetencia manifiesta de los candidatos y los cuestionamientos a su ética personal, pero prácticamente todos han sido confirmados por el Congreso de mayoría republicana. También ha contado con el apoyo de la Corte Suprema, que ha revertido la mayoría de las decisiones de los tribunales inferiores, a veces en franca violación de la Constitución, e incluso ha cuestionado la autoridad federal de estas instancias, al reducir el rango de influencia de sus posibles decisiones.
Pero, sobre todo, Trump ha contado con la aprobación de buena parte del pueblo norteamericano. Aunque las encuestas indican que ha disminuido su popularidad, más del 40% de la población dice estar complacida con su gestión y admira al “abusador del barrio”, que los representa. Ni los pecados de Donald Trump, ni sus desplantes y tonterías, ni siquiera el ridículo, como felicitar por “hablar bien el inglés” al presidente de Liberia, un país “inventado” por Estados Unidos, han hecho mella entre sus fanáticos.
Sin dudas, hay muchos “trumpitos” en la sociedad estadounidense, pero detrás de la fanaticada se estructura un movimiento de extrema derecha muy bien financiado que, por conveniencia “rinde culto al falso Mesías”, pero con la pretensión de perpetuarse en la vida política norteamericana. Al parecer, lo que ahora se prepara es el asalto al sistema electoral y todo ocurre ante la mirada atónita de los demócratas, que no se recuperan de la sorpresa.
Claro que existen personas con sensibilidad y principios dispuestos a enfrentarse a este estado de cosas, son los millones que se manifiestan en las calles, los que enfrentan las políticas trumpistas en sus ámbitos respectivos, como es el caso de muchos jueces, intelectuales y artistas, incluso pueden llegar a ser mayoría entre los votantes si alguien es capaz de movilizarlos, pero la economía y la política no están diseñadas para que gobiernen el país.
El “universo” de Donald Trump, donde se ha incubado su estirpe y es posible su reproducción, es el ecosistema político estadounidense y el orden internacional que gira a su alrededor. Como Roma, de su decadencia habla la degeneración de sus emperadores.
