Una lista que se esfuma —la rehabilitación del secreto

La administración de Trump se encuentra ahora en la extraña posición de pedir al público estadounidense que crea el testimonio de una traficante sexual y perjura convicta.

Hubo un tiempo—no hace tanto, aunque parece como si hubieran pasado varios escándalos desde entonces—en que Donald Trump exigía la divulgación total de los archivos de Epstein. “¡Ábranlo todo!”, proclamaba, brazos en alto como si invocara la transparencia desde los cielos. Sus aliados asentían con entusiasmo. Su base temblaba con anticipación. En Mar-a-Lago, alguien preparaba un pastel con las palabras Lista de Clientes Pronto Disponible escritas en glaseado rojo.

Eso fue en enero.

Ahora, en julio, los estadounidenses se encuentran atrapados, una vez más, en la resaca de un revisionismo narrativo. El pastel se ha endurecido. La lista de clientes nunca apareció. Y la administración de Trump—hasta hace poco alérgica al secretismo—ha redescubierto las virtudes de los documentos sellados, la moderación judicial y el uso estratégico de la amnesia. El Departamento de Justicia, en un intento transparente por desviar la atención, solicitó abrir los testimonios del gran jurado relacionados con la acusación contra Jeffrey Epstein y Ghislaine Maxwell. Sin embargo, un juez en la Florida ya rechazó esta solicitud extraordinaria, y aunque se liberaran las transcripciones del gran jurado, ofrecerían poca información nueva sobre la investigación general de las actividades de Epstein, ya que la evidencia ante un gran jurado suele centrarse en los cargos específicos en cuestión. Buena manera de echarla la culpa a los jueces por menos que nada.

En el centro de este giro epistemológico se encuentra el nuevo prestidigitador legal de la administración: Todd Blanche. Anteriormente abogado defensor personal de Trump durante el juicio por los documentos clasificados, Blanche ahora ocupa el cargo de Fiscal General Adjunto—una trayectoria que sugiere que el único crimen real en Estados Unidos es no ser lo suficientemente leal.

Pero la aparición más reciente de Blanche no fue en la sala de prensa ni en un podio del Departamento de Justicia. Fue en una prisión federal de mínima seguridad en Tallahassee, sentado frente a Ghislaine Maxwell, la mujer condenada por múltiples cargos de tráfico sexual y considerada desde hace tiempo la piedra de Rosetta del caso Epstein.

Esto, en sí mismo, no sería tan inusual. Los gobiernos ocasionalmente otorgan inmunidad a personas condenadas por crímenes atroces a cambio de su testimonio.

Lo que hizo que esta reunión en particular fuera inusual fue que, según filtraciones (porque ya nada es confidencial), Blanche le ofreció a Maxwell un acuerdo de inmunidad de “uso limitado” a cambio de “aclarar” que Epstein y Trump habían estado distanciados durante muchos años—y que, en sus propias palabras, “Donald nunca fue ese tipo de invitado.”

La frase llamó la atención de muchos. No era una negación. Ni siquiera una defensa. Más bien, una mentira cortés, del tipo que uno cuenta sobre un pariente en una audiencia de libertad condicional: Él no era ese tipo de borracho.

Para resumir: Maxwell fue condenada por conspiración para incitar y transportar menores para fines sexuales, tráfico sexual y transporte de una menor para participar en actos sexuales ilegales en los que ella misma también participó. Recibió una condena de 20 años de prisión, y los fiscales—curiosamente—decidieron no llevarla a juicio por dos cargos adicionales de perjurio, una decisión que ahora nadie se toma la molestia de reexaminar.

Sin embargo, inesperadamente, la administración de Trump se encuentra ahora en la extraña posición de pedir al público estadounidense que crea el testimonio de una traficante sexual y perjura convicta para limpiar el nombre de un expresidente también condenado por abuso sexual. Existen pocos rescates reputacionales más incómodos—ser respaldado por Kim Jong Un, por ejemplo.

En respuesta a las preguntas sobre la reunión, el Departamento de Justicia emitió un comunicado diciendo que Maxwell había “aclarado voluntariamente” interpretaciones erróneas anteriores y que la visita de Blanche fue “de rutina.” Un funcionario añadió: “No se trata de quién fue ella. Se trata de lo que está dispuesta a decir ahora.”

Lo que plantea las preguntas: ¿qué está dispuesta a decir ahora? ¿Y a cambio de qué?

No está claro si un indulto formal está sobre la mesa—muchos indultos en esta administración son como autos de Uber: se pagan por adelantado y simplemente aparecen. Aun así, fuentes internas informan que Maxwell se muestra “optimista” y “cooperativa,” y que su testimonio “arrojará luz” sobre malentendidos que han dañado injustamente “reputaciones poderosas.”

Se le puede perdonar al público por preguntarse cuáles reputaciones se están protegiendo aquí—y por quién. Para Trump, Jeffrey Epstein era “un tipo estupendo.” Epstein se consideraba a sí mismo el “mejor amigo” de Trump y alababa al futuro presidente como alguien “encantador.”

Pam Bondi, otrora tan segura de que la “lista” de clientes de Epstein era real y procesable—apilada en su escritorio esperando ser revisada—, ha guardado silencio. El director del FBI, Kash Patel, ahora suena menos como un hombre que guarda secretos y más como alguien que no recuerda dónde los dejó. El subdirector del FBI, Dan Bongino, está considerando regresar al podcasting, donde la verdad jamás se verifica. Tanto Patel como Bongino fueron dos de los principales promotores de teorías conspirativas antes de ser nombrados a esos cargos del FBI y de encontrarse perplejos, de pronto, por su nueva perspectiva invertida. Y Elon Musk, que Dios lo bendiga, está actualmente transmitiendo en vivo desde una simulación subterránea de Marte, preguntando a sus seguidores si el templo de Epstein era en realidad un portal interdimensional—esto después de exclamar que el nombre de Trump figuraba en los archivos de Epstein.

Aun así, la administración persiste. Trump, preguntado directamente sobre el testimonio de Maxwell, dijo: “Ella ha pasado por mucho. La gente olvida eso. Ahora es muy valiente.” No mencionó su condena. Ni su papel en la corrupción de menores. Ni las fotos. Ni los testigos. Simplemente añadió: “Siempre dije que fue amable conmigo. Muy amable.” Porque siempre se trata de Trump, de nadie más y de ninguna otra cosa.

Quizás sea apropiado que la gran revelación de 2025 sea que la verdad no es una lista, ni un documento, ni siquiera una condena—es una intersección entre la conveniencia y el agotamiento. Se le está pidiendo al pueblo estadounidense que crea a Ghislaine Maxwell no porque sea creíble, sino porque le resulta útil a Trump. Y porque, al fin y al cabo, ¿en qué más queda creer?

Para subrayar aún más ese punto, el 22 de julio, el presidente de la Cámara, Mike Johnson (republicano por Luisiana), envió a la Cámara de Representantes a un receso de verano prematuro para evitar la aprobación de una medida bipartidista que obligaría al Departamento de Justicia a divulgar sus documentos sobre Epstein. El Partido Republicano está tan empeñado en no hablar sobre Epstein ni revelar ningún detalle, que uno empieza a preguntarse si hay algo que no quieren que se revele. Empieza uno a sentirse arrastrado hacia una teoría de conspiración colateral, hacia un encubrimiento mayor. 

Así que no, no habrá nombres. No habrá lista. No habrá justicia entregada con linterna y conferencia de prensa. No habrá satisfacción para los millones de cultistas de MAGA cuyas presunciones sobre la veracidad de su querido líder se están desmoronando, después de haber sido engordados con promesas de revelaciones escandalosas por los mismos funcionarios que ahora dicen que no hay nada.

Solo Maxwell, en su celda, parpadeando lentamente hacia la cámara, mientras recita sus líneas de un guion que nadie puede verificar y que todos están demasiado exhaustos para cuestionar.

Ella dice que ahora recuerda las cosas de manera diferente. Trump también.

Y, al parecer, se nos pide que crédulamente hagamos lo mismo.

Amaury Cruz es un escritor, activista y abogado jubilado de Carolina del Sur.