La caldera del diablo (+English)
Hubo un tiempo en que la Florida se gobernaba desde La Habana, pero la resistencia de los indígenas, los ataques de los piratas y las inclemencias del medio ambiente provocaron que la gestión se tornara casi imposible. Aunque cuentan que la primera exploración española a dicha península, organizada por Juan Ponce de León en 1513, tenía la esperanza de encontrar la Fuente de la Eterna Juventud, lo que realmente descubrió fue “la caldera del diablo”, un lugar que ha sido un reto para la civilidad.
Los primeros asentamientos españoles se establecieron en la costa noreste del Estado. El poblado de San Agustín, durante muchos años apenas un caserío con una fortaleza de madera, fue fundado en 1565, con el propósito de contribuir a la defensa de la flota española, cargada en su retorno a España con los tesoros robados de América. Sin embargo, fue atacado con frecuencia por británicos y piratas, que varias veces quemaron el pueblo y mataron a los buscadores de fortuna que lo habitaban.
En 1763, luego de un año de ocupación inglesa en La Habana, España e Inglaterra canjearon ciudades: La Florida pasó a manos de los británicos. Parecía un mal negocio, pero los ingleses no podían sostener la plaza rodeada de enemigos y estaban interesados en evitar que el territorio floridano funcionara como refugio para los negros esclavos escapados de las plantaciones sureñas. La península fue recuperada por los españoles en 1783, para convertirse en lo que John Quincy Adams denominó “un derelicto abierto a la ocupación de cualquier enemigo, civilizado o salvaje, de Estados Unidos”. Hasta que España decidió quitarse de arriba el problema y vendió el enorme territorio por solo cinco millones de dólares.
Aunque no fue hasta marzo de 1845 cuando la Florida se convirtió en el estado 27 de la Unión, en 1821 fue declarado “territorio organizado de Estados Unidos”, se fijaron sus límites geográficos actuales y se estableció la capital en Tallahassee. Quedó así establecida “la última frontera” hacia el sureste del territorio norteamericano. Muchos que habían fracasado en otras partes, emprendieron camino hacia la Florida.
Toda vez que el sur floridano no pasaba de ser un inmenso pantano, solo los indígenas desplazados de sus territorios o los esclavos cimarrones se asentaron originalmente en la zona. Sin embargo, sobre esas tierras fangosas, que algunos científicos consideran ecológicamente insostenible, se fue construyendo uno de los lugares para el lujo y el placer más famosos del mundo: la ciudad de Miami.
Miami toma su nombre de los indios mayaimis y quiere decir “agua dulce”, quizás debido al río que la atraviesa y estar ubicada en la costa, entre los inmensos humedales de los Everglades y el Océano Atlántico. Aunque se registra la existencia de comunidades aborígenes desde hace miles de años en la región, la fundación de la ciudad tuvo que esperar hasta 1896, con la llegada de la primera línea de ferrocarril a la comarca. Finalmente fue designada como la capital del condado Dade -actualmente Miami-Dade- fundado en 1836, en honor al Major Francis L. Dade, víctima de una “masacre” llevada a cabo por los indios seminolas un año antes.
La llegada de gente muy diversa, entre ellos, inversionistas, truhanes, soldados, jubilados, marineros, agricultores, antiguos esclavos norteamericanos y negros bahameses… fue dando forma a la “ciudad del sol”, como algunos gustan llamarla. En la década de 1920, impulsado por la especulación financiera, el desarrollo urbanístico tuvo un desarrollo notable. Eran los tiempos en que Miami quería parecerse a La Habana y las maderas de las casas coloniales, demolidas para dar paso a la “modernidad” cubana, servían para la construcción de fastuosas mansiones miamenses, habitadas por millonarios y celebridades. Hasta Al Capone, el capo de los capos, decidió comprar vivienda y dejó sus huesos en la ciudad.
En 1926, un huracán, que también hizo enormes destrozos en Cuba, mató a 200 personas, dejó a 25 mil sin vivienda y adelantó tres años la crisis general del capitalismo, lo que generó una depresión económica de la que Miami no se recuperó hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue considerada un punto estratégico para el rastreo de los submarinos alemanes.
Desde 1915, Miami y La Habana estaban unidas por un servicio de ferry, que devino una de las principales conexiones entre Cuba y Estados Unidos. Buscando protección y oportunidades, Miami era destino frecuente de bien y mal habidos capitales cubanos, estudiantes y trabajadores en busca de empleo, políticos en desgracia y revolucionarios en fuga, incluso de un turismo de la clase media cubana, que nutría las playas miamenses en el verano, buscando el “frío” de los primeros aires acondicionados. No es casual que los restos de varios ex presidentes cubanos descansen en uno de los cementerios de la ciudad.
También la mafia de los dos países participaba del intercambio, ya sea para introducir los rones cubanos durante los años de la Ley Seca en Estados Unidos o, con posterioridad, en el tráfico de drogas, la promoción del juego y la prostitución, que llegó a niveles de “asociación oficial” con el gobierno de Cuba, antes del triunfo revolucionario en 1959. Cuando en 1950 una comisión creada para combatir el crimen organizado, presidida por el senador Estes Kefauver, dio a conocer las ciudades donde el vínculo entre el delito, los negocios y la política dominaban la vida local, Miami ocupó un lugar destacado en la lista y los mafiosos juzgados eran los mismos que imperaban en la vida cubana desde hacía dos décadas.
El triunfo de la Revolución cubana agregó nuevas tensiones a la vida cotidiana del balneario floridano. Casi toda la “aristocracia” cubana decidió pasar el tumulto revolucionario descansando en Miami, donde contaban con fondos e inversiones. Llegó acompañada de su periferia más cercana, buena parte de la clase media alta, personas preparadas, decentes y laboriosas, que al principio no la pasó tan bien, pero igual contaban con que “los yanquis arreglarían pronto el problema”. También el llamado “exilio histórico” cargó con una cuota significativa de maleantes de todas las épocas, testaferros y esbirros del régimen batistiano, que desembarcaron en la ciudad, buscando hacer lo que sabían hacer y se hacía en Miami.
Cuando Kennedy aprobó la invasión de Bahía de Cochinos, lo hizo también para evitar que esa masa de hombres armados y entrenados por la CIA quedaran a la deriva en el territorio norteamericano. Pero no pudo impedirlo y -violando las propias leyes norteamericanas- creó en Miami la estación de la CIA más grande del mundo, cuyo fin exclusivo consistía en controlar al monstruo creado y ponerlo en función de la guerra contra Cuba. Entre sus tareas estuvo establecer lazos con la mafia norteamericana, para asesinar a Fidel Castro.
En Miami se construyó la base social y operativa que la contrarrevolución no había podido desarrollar en el territorio cubano y la ciudad se convirtió en la capital de la extrema derecha latinoamericana. Con la contribución de los cubanos, llegó a desarrollarse como uno de los principales polos turísticos del mundo, un emporio financiero internacional y el centro de las relaciones comerciales de Estados Unidos con América Latina, pero las fuentes originarias de ese desarrollo fueron la asistencia extraordinaria que recibieron los inmigrantes cubanos del gobierno estadounidense, el dinero de la CIA para la guerra contra Cuba y el rol que pasó a desempeñar Miami en el tráfico internacional de drogas, a partir de los años 70 del pasado siglo.
No pasó mucho tiempo antes de que algunas de estas personas, con las ventajas que les ofrecía los vínculos con la CIA y otras dependencias del establishment norteamericano, se integraran a la vida económica y política de la ciudad, hasta convertirse en la “clase dominante” de la comunidad cubana. Otros se prestarán para “otras labores” y dieron forma a una de las redes terroristas más grandes del mundo, con su principal santuario en Miami.
La propia comunidad cubana ha sido blanco de estos grupos y Miami se ha convertido en una “zona de guerra”, cuando el dominio de la derecha se ha visto amenazado. Muchos cubanoamericanos, hoy día figuras “respetables” de la vida política norteamericana, han crecido -y en buena medida dependen- de esta maquinaria del terror y la corrupción que gobierna Miami. Los políticos norteamericanos lo saben e igual han vendido su alma al diablo que habita la caldera.
Miami es el destino preferido de las personas que emigran de Cuba y muchos permanecen en la ciudad, dando forma al “enclave cubanoamericano”. Allí encuentran el respaldo de una estructura étnica que les ofrece oportunidades de empleo e inserción social que no son comunes en otras partes. Su objetivo es mejorar sus condiciones de vida y se distinguen por ser laboriosos y honrados, se interesan por sus familiares en Cuba y de manera mayoritaria respaldan las políticas que faciliten estos contactos. No obstante, una vez en Miami, es difícil evitar “cocinarse en esta caldera diabólica”, que tiende a convertirlos “en otra cosa”.
En la historia de Cuba, las tendencias políticas conservadoras han tenido escaso arraigo popular. Antes de la independencia, el conservadurismo se relacionaba con el colonialismo español e incluso los sectores criollos no revolucionarios, se identificaban mayormente con los ideales liberales de la época. En el período republicano, antes de 1959, los sectores funcionales al neocolonialismo gustaban llamarse “revolucionarios”, para ajustarse al pensamiento popular. Hasta el dictador Fulgencio Batista creó un partido que se llamaba socialista, aunque estaba muy lejos de serlo. Muchos emigrados se formaron bajo la influencia de un pensamiento progresista que antecede, con mucho, a la Revolución cubana.
¿De dónde viene entonces el conservadurismo extremo, que distingue a la mayoría de la comunidad cubanoamericana?
Sin duda, tiene que ver con la composición de los primeros emigrados, representativos de las clases desplazadas del poder en Cuba, sujetos de un rechazo popular muy extendido, alérgicos a todo lo que despida “olores de izquierda” y depositarios de sentimientos muy hostiles hacia el gobierno cubano, en parte como resultado de las circunstancias en que se produjo el hecho migratorio y el tratamiento recibido antes de emigrar. Se trató, además, mayormente de la emigración de familias enteras, que dejaron pocos contactos afectivos en el país.
También tiene que ver con la formación del liderazgo contrarrevolucionario, cuyas propuestas eran tan reaccionarias, que asustaron a los tecnócratas kennedianos, enfrascados en diseñar una “alianza para el progreso”, que frenara al movimiento revolucionario latinoamericano. A contrapelo de la CIA, que no creía en los “fidelistas sin Fidel”, trataron sin éxito de cambiarle la cara al movimiento contrarrevolucionario, pero prevaleció una extrema derecha que asumió la dirección de la comunidad cubana e impuso sus patrones ideológicos a los nuevos inmigrantes.
No obstante, más que todo, se trata de un conservadurismo adquirido en el contacto existencial con la sociedad norteamericana, particularmente en Miami, el fin del “sur profundo”, donde se incuban las actitudes más conservadoras de la sociedad estadounidense. Solo esto explica la preponderancia de un fanatismo de extrema derecha ajeno a las tradiciones cubanas, el respaldo a políticas que perjudican a los propios familiares que dicen querer e incluso, los niveles de racismo y xenofobia, extraños a sus experiencias de vida en Cuba.
Un amigo me contaba cómo su nieto, criado en uno de los barrios multirraciales de La Habana, durante su vida en Miami había aprendido a odiar a todo aquello que no fuese blanco. Pudiera argumentarse, no sin razón, que también se trata de prejuicios larvados en la sociedad cubana, como resultado del racismo heredado de la esclavitud, pero el medio idóneo para reaparecer con nuevos bríos y que estas ideas se expresen con absoluto descaro ha sido la sociedad miamense, donde habitan como parte de la cultura dominante.
Las actitudes ultraconservadoras encuentran terreno fértil en los nuevos inmigrantes cubanos, como resultado del conflicto existencial que implica todo acto migratorio, no importa la causa, y el escenario de confrontación política que existe entre Cuba y Estados Unidos. No es fácil que personas cuya meta principal es “ser aceptado” en su nuevo entorno social, puedan evadir las presiones que, a las buenas y las malas, pretenden convertirlo en un “exiliado”, aunque haya salido del país con su pasaporte en regla y permiso para regresar cuando lo desee.
Sin importar cuál es el disenso con el proceso revolucionario cubano, no es sencillo abandonar la patria para vivir en “la tierra del enemigo histórico de la nación cubana”, como le enseñaron en la escuela, sin racionalizar esta decisión con el convencimiento de que “han escapado del infierno socialista cubano”, al que paradójicamente recuerdan con nostalgia y quieren visitar en la primera oportunidad.
Vale decir que no siempre se cumple el proceso descrito. Según diversas investigaciones, alrededor de un tercio de los inmigrantes y sus descendientes ha logrado sobreponerse a estas influencias y adoptar posiciones que, tanto en aspectos de política doméstica como en el campo de las relaciones con Cuba, se distancia de las actitudes más reaccionarias.
Aunque Miami se mueve hacia la derecha con bastante entusiasmo. Una tendencia tan peligrosa para los habitantes de la ciudad, como la erosión de los suelos, la contaminación de los canales, las marejadas ciclónicas y el aumento del nivel del mar, que -algunos geógrafos consideran- terminarán por hundirla en sus propias aguas.