
Justicia según la geografía: reino del caos
Durante su presidencia y más allá, Donald Trump ha puesto a prueba los límites del poder federal mediante órdenes ejecutivas, maniobras administrativas y un constante desafío a los frenos constitucionales. En los tribunales de distrito y de apelaciones, las respuestas judiciales han sido rápidas y contundentes: su administración ha perdido más del 90 % de los casos que ha enfrentado en primera instancia, una cifra asombrosa para un gobierno tan comprometido con la disrupción institucional. Pero la historia da un giro drástico en la cúspide del sistema judicial. A pesar de mantener una tasa de éxito de apenas el 47 % en los casos resueltos por la Corte Suprema—la más baja de cualquier presidente moderno—Trump ha disfrutado recientemente de una seguidilla de victorias en la “agenda de emergencia”, donde el tribunal lo ha favorecido en nueve de once casos solo en 2025.
La más reciente, y sin duda la más grave, es Trump v. CASA, una decisión que despoja a los tribunales de primera instancia de la autoridad para emitir interdictos de alcance nacional, salvo que se trate de medidas específicamente diseñadas para proporcionar un “alivio completo” únicamente a las partes ante ellos. Este fallo es en realidad un realineamiento tectónico del poder judicial federal, tomado de los tribunales de distrito y usurpado por la Corte Suprema. Y es un error de profundas consecuencias, comparable al de Dred Scott contra Sandford, Citizens United contra FEC y Dobbs contra Jackson Women’s Health Organization.
Un retroceso disfrazado de originalismo
Sorprende que la Corte Suprema no hubiera resuelto de manera categórica—hasta ahora—si los tribunales federales tienen la autoridad equitativa para emitir interdictos universales, como los que históricamente han servido para frenar políticas inconstitucionales a nivel nacional. La Ley Judicial de 1789 faculta a los jueces a emitir medidas “conforme a los principios de equidad”, pero no impone límites territoriales al alcance de dichas medidas. La tradición jurídica estadounidense ha evolucionado para adaptarse a nuevas realidades, y durante el siglo XX, remedios estructurales como los que desmantelaron la segregación o reformaron sistemas penitenciarios se aplicaron justamente porque los jueces entendieron que la equidad no es estática, sino una herramienta viva contra el poder abusivo.
La jueza Sonia Sotomayor lo dijo con claridad en su disenso en Trump v. CASA: “La mayoría ignora que la equidad nunca ha sido estática; responde a la naturaleza del agravio y a la forma del remedio necesario.”
Interdictos nacionales: una herramienta indispensable
Cuando una política federal pone en riesgo derechos fundamentales—la ciudadanía por nacimiento, la autonomía sobre el propio cuerpo, el debido proceso de quienes buscan asilo o la igualdad ante la ley—limitar el remedio a los demandantes específicos equivale a permitir que la injusticia continúe para el resto. El nuevo estándar consagrado por el tribunal implica que un juez puede declarar inconstitucional una norma federal, pero no impedir su aplicación a otras víctimas fuera del expediente. Esto no es justicia: es una arquitectura jurídica al servicio del poder ejecutivo.
Desentenderse de la realidad
La mayoría de la Corte recurre a argumentos anclados en la jurisprudencia equitativa del siglo XVIII. Pero invocar la tradición del canciller inglés frente a la maquinaria del poder federal moderno resulta, como mínimo, un acto de escapismo judicial. Las agencias federales hoy en día actúan con alcance nacional y con velocidad digital. Las consecuencias de sus acciones no son locales: son sistémicas. Y un remedio fragmentado no detiene un daño estructural.
Limitar los interdictos a las partes formales del caso multiplica demandas idénticas en decenas de juzgados, genera decisiones contradictorias y alienta al gobierno a aplicar la ley solo donde no ha sido desafiada. Una justicia así fragmentada beneficia al poder que actúa con mayor rapidez, no a quien busca protección.
Un golpe a la arquitectura constitucional
En un momento en que las normas democráticas están bajo asedio y la extralimitación ejecutiva está cada vez más normalizada, Trump v. CASA asesta un golpe no solo a los demandantes vulnerables, sino también a la credibilidad institucional de los propios tribunales inferiores. La opinión reconfigura sutilmente el poder judicial, alejándolo de los tribunales que escuchan pruebas, desarrollan registros de hechos y aplican la ley a la realidad vivida, y hacia una Corte Suprema cada vez más cómoda actuando como el guardián no elegido, pero último de la política nacional––recluido en una torre de marfil.
¿Qué podría haber hecho la Corte?
En lugar de prohibir los interdictos de alcance nacional, la Corte podría haber adoptado un criterio prudente: permitirlos solo cuando el daño sea sistémico, la norma impugnada sea facialmente inconstitucional, o la uniformidad del remedio sea esencial para evitar el caos normativo. Pero el tribunal optó por una prohibición genérica, más acorde con la lógica del garrote que con la del bisturí.
Justicia según el código postal
El historial de Trump ante los tribunales revela una doble narrativa: fracasos generalizados en los juzgados de primera instancia, pero rescates ideológicos en la Corte Suprema. Trump v. CASA va más allá de una reivindicación personal: consagra una visión en la que los derechos se fragmentan según la geografía, los remedios se limitan según la etiqueta del expediente, y el Ejecutivo puede actuar con celeridad nacional sin controles judiciales proporcionales. Es, en última instancia, un paso más en la coronación de un monarca moderno, del que pueden aprovecharse no solo Trump, sino futuros presidentes.
Hoy, los tribunales pueden identificar una violación constitucional, pero decidir no detenerla—porque hacerlo a escala nacional sería demasiado atrevido, demasiado amplio, demasiado “ahistórico.” ¿Pero entonces, para qué existen los tribunales?
La justicia debe llegar tan lejos como se atreva a ir la injusticia. Y en esa lucha, la geografía no puede ser el destino. La protección constitucional no debe depender del domicilio del demandante.
