El teatro de la crueldad: La vergüenza migratoria de Estados Unidos

La deshumanización de los inmigrantes se ha ido normalizando poco a poco: primero en el lenguaje, luego en la aplicación de la ley, y ahora en la escenografía.

En una sofocante tarde de julio en los Everglades de Florida, Donald Trump, Ron DeSantis y Kristi Noem posaron ante un centro de detención de inmigrantes recién construido con jaulas y carpas en un lugar remoto de los Everglades donde el calor y los mosquitos matan tanto como los lagartos. Sonrieron ante las cámaras, rieron entre ellos y bromearon sobre la ubicación del centro. El lugar ya había adquirido un apodo macabro: “Alcatraz del Lagarto”. Trump comentó, entre risas, que si los detenidos intentaban escapar, tendrían que “correr en zigzag” para evitar convertirse en comida de los depredadores circundantes. Para estos políticos, fue un momento de ligereza. Para el resto de nosotros, debería ser un momento de reflexión nacional.

No fue una imagen aislada ni una broma suelta. Es la culminación de un patrón—sistemático, deliberado y en constante escalada—a través del cual el gobierno de Estados Unidos ha transformado la política migratoria en espectáculo y castigo. Lo que antes era un ámbito regido por principios humanitarios y procedimientos legales se ha reducido ahora a teatro político y crueldad, todo en función de la publicidad.

La deshumanización de los inmigrantes se ha ido normalizando poco a poco: primero en el lenguaje, luego en la aplicación de la ley, y ahora en la escenografía. La Casa Blanca publicó recientemente un video estilizado titulado “ASMR: Vuelo de Deportación de Extranjeros Ilegales”, en el que la expulsión forzada de seres humanos se presenta como un ritual reconfortante para dormir. Otro video mostraba a deportados abordando un avión con la canción “Closing Time” (hora de cerrar) de los años noventa y tantos como fondo musical, acompañado de subtítulos burlones, convirtiendo el trauma en chiste. Estos videos no tienen la intención de informar. Están hechos para entretener morbosamente, para devaluar, para degradar.

En otros escenarios, la crueldad no es simbólica—es literal. En Huntington Park, California, agentes de ICE (inmigración) enmascarados allanaron hogares y negocios usando furgonetas sin identificación, llevándose a los residentes frente a sus vecinos. El alcalde de la ciudad lo describió como una campaña de terror gubernamental. En Los Ángeles, los detenidos han sido mantenidos sin comida, agua, medicinas ni acceso a asesoría legal. Los reclusos, al igual que en Alcatraz del Lagarto, tienen que beber de lavamanos conectados a inodoros. Varios otros, incluidos ciudadanos estadounidenses naturalizados, fueron detenidos por error, sometidos a registros invasivos y esposados antes de ser finalmente liberados—sin siquiera recibir disculpas.

Incluso personas sin antecedentes penales, que habían vivido durante décadas en Estados Unidos, han sido atrapadas en estas redadas. Docenas de venezolanos fueron deportados en masa bajo la Ley de Enemigos Extranjeros, algunos seleccionados por tatuajes ordinarios o rumores infundados. No fueron enviados a su país de origen, sino a la prisión CECOT en El Salvador—un gulag conocido por sus condiciones brutales. La justificación legal de estas deportaciones es, en el mejor de los casos, dudosa; el costo humano, devastador.

Stephen Miller

Stephen Miller, arquitecto de gran parte de esta política, defendió el centro de detención Alcatraz del Lagarto en una entrevista televisiva, elogiándolo como un “disuasivo limpio y eficiente”. Tildó a los críticos de saboteadores y argumentó que cualquier preocupación por el bienestar de los detenidos es muestra de debilidad ante la seguridad fronteriza. Mientras tanto, han desaparecido niños en los pantanos circundantes, y uno de ellos fue hallado más tarde herido por un lagarto.

Y hay gente muriendo. En las últimas semanas, varias personas han perdido la vida mientras estaban bajo custodia del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, lo que ha vuelto a sonar la alarma sobre las condiciones de detención y el acceso a la atención médica. Johnny Noviello, un residente permanente canadiense de 49 años, fue encontrado inconsciente el 23 de junio en el Centro Federal de Detención en Miami, donde había estado detenido desde abril. A pesar de los intentos inmediatos de reanimación, incluidas la cardiopulmonar y la desfibrilación, fue declarado muerto y la causa de la muerte sigue bajo investigación. Apenas tres días después, el 26 de junio, Isidro Pérez, un pescador cubano de 75 años que había vivido en Estados Unidos durante casi sesenta años, murió en el Hospital HCA Kendall después de ser trasladado del Centro de Detención de Krome. Pérez había sido hospitalizado a principios de ese mes por angina inestable y fue dado de alta el 25 de junio, solo para regresar al centro y reportar dolor en el pecho nuevamente al día siguiente. 

A principios de año, Jesús Molina-Veya, un ciudadano mexicano, fue encontrado muerto en un centro de detención de Atlanta en lo que ICE describió como un suicidio. Abelardo Avellaneda Delgado, otro detenido, murió mientras era trasladado a Georgia; Según los informes, estaba postrado en silla de ruedas y se le negó la intervención médica oportuna. Maksym Chernyak, un hombre ucraniano de 44 años, también murió mientras estaba bajo custodia de ICE en la Florida después de quejarse de congelación y recibir atención médica inadecuada. Según datos de ICE, trece detenidos han muerto bajo custodia en lo que va del año fiscal 2025, lo que lo convierte en uno de los años más mortíferos registrados e intensifica el escrutinio de las prácticas de detención y los mecanismos de rendición de cuentas de la agencia.

Debemos preguntarnos en qué nos estamos convirtiendo al permitir que esta especie de schadenfreude continúe. Cuando transformamos la expulsión de inmigrantes en clips para TikTok, cuando construimos campamentos en pantanos y nos reímos sobre los peligros de la fauna local, cuando dejamos morir a enfermos y ancianos bajo nuestra custodia sin otorgarles siquiera la dignidad de una atención adecuada, no estamos haciendo cumplir la ley—estamos renunciando a nuestra humanidad.

Lo que está ocurriendo no es aplicación de la ley. Es un banquete de las bestias. Es castigo como espectáculo. Es crueldad, no solo como medio, sino mensaje. La fotografía de Trump y DeSantis sonriendo frente al alambre de púas no es una ironía ni un accidente. Es una confesión de inhumanidad.

Todavía podemos elegir otro camino. Podemos exigir supervisión, dignidad y un regreso a los principios arraigados en los derechos humanos y las garantías constitucionales. Pero para hacerlo, primero debemos reconocer lo que es esto. No una crisis fronteriza. No un error burocrático. Sino un colapso moral a plena vista. Y debemos decidir, con urgencia, si este es el país que queremos ser.

Amaury Cruz es escritor, abogado jubilado y activista de Carolina del Sur.