El problema con la emigración

El debate político sobre la emigración cubana ha estado mayormente dominado por dos extremos: idealizada por unos como la fuerza democratizadora que puede transformar el país desde fuera, y demonizada por los que la consideran una amenaza a la estabilidad nacional. No son las únicas formas en que se haya pensado políticamente sobre la emigración, pero sí han sido los discursos que más tribuna han logrado. Ambas miradas son fallidas. La emigración no debe dejarse al margen, pero tampoco le corresponde decidir el rumbo de Cuba. Puede participar, aportar, acompañar. Pero no liderar.

Una parte considerable de la emigración ha demostrado que no defiende valores democráticos con la coherencia que exige la responsabilidad histórica. Con bastante frecuencia demanda libertades para Cuba, pero apoya o se hace de la vista gorda con políticas autoritarias, discursos intolerantes y estrategias excluyentes en los países donde reside, lo que no invalida su derecho a opinar ni a participar en los debates sobre el país que dejó atrás, pero sí obliga a preguntarse con qué legitimidad lo hace y qué tipo de democracia está proponiendo.

El auge del trumpismo entre cubanos es ilustrativo. Según encuestas, casi el 70 % de los cubanoamericanos en Miami prometió su voto a Donald Trump, un político que ha desafiado abiertamente las instituciones democráticas de Estados Unidos, que ha presionado jueces y legisladores, además de atacar a la prensa. Trump promueve políticas xenófobas, incluyendo la detención y deportación masiva de migrantes, muchos de ellos cubanos. Y aun así, no son pocos quienes lo aplauden. El doble estándar es simple: cuando se trata del gobierno cubano, levantan la voz; si se trata de Trump, guardan silencio. Esa doble moral, desconcertante por cierto, es además peligrosa, porque sugiere que no se está defendiendo la democracia, sino combatiendo a un adversario político. Y eso lo cambia todo.

Algo similar ocurre en España, donde la mayoría de los cubanos emigrados respaldan al Partido Popular y en menor medida a Vox, partidos que como el trumpismo, combinan anticomunismo con un discurso excluyente y autoritario. Ahí están muchos de nuestros compatriotas, apoyando el nacionalismo cristiano estadounidense y los herederos del fascismo español. Y muchos otros que no engrosan sus filas, guardan silencio al respecto. Más que incoherencia es señal de que, para ellos, hay autoritarismos buenos y autoritarismos malos. ¿Son ellos los que van a salvar a Cuba?

Otro sector de la emigración participa activamente en las conversaciones sobre Cuba, pero lo hace desde una distancia segura. Opiniones, debates, campañas… todo desde fuera. Muchos no contemplan regresar ni asumir las implicaciones directas de un proceso de cambio. No está mal, pero hay una diferencia entre influencia discursiva y compromiso real para ejecutar los cambios que sólo es posible impulsar verdaderamente estando en el país.

Lo digo también desde dentro. Yo mismo formo parte de esa emigración diversa, contradictoria y atravesada por su historia personal. Hay en nosotros un fuerte sentido de identidad con Cuba y un derecho legítimo a participar en su destino. Pero también existe (debemos reconocerlo) una tensión inevitable entre la patria que nos vio nacer y la que nos acoge. Muchos emigrados cargan con experiencias dolorosas de ruptura, rechazo o supervivencia, y no siempre es fácil separar el deseo de justicia del deseo de revancha. El patriotismo de un emigrante no es menor, pero es distinto y a veces limitado por las propias heridas. Por eso, más que dirigir los cambios, nos corresponde contribuir con humildad, sabiendo que en su mayoría no seremos nosotros quienes suframos en carne propia las consecuencias de esas decisiones.

Idealizar a la emigración es tan ingenuo como excluirla. Hay personas dispuestas a contribuir desde el exterior con recursos, conocimientos y redes de apoyo, y eso debería ser reconocido. Pero integrar a la emigración no es cederle el control ni convertirla en el árbitro de la transformación nacional. Es mi opinión personal y puedo estar equivocado. Pero también eso, la posibilidad de disentir sin temor, forma parte del tipo de democracia que deberíamos construir.

La emigración puede contribuir de muchas maneras a la reconstrucción nacional: apoyando iniciativas cívicas y sociales con recursos y redes de contacto, invirtiendo en pequeños proyectos productivos con impacto local, ofreciendo conocimientos técnicos y profesionales en educación, salud o desarrollo institucional, y promoviendo plataformas de diálogo que acerquen a cubanos dentro y fuera del país. También podría participar, llegado el momento, en procesos de reforma legal o elaboración de un nuevo pacto social. Pero todo ello debe hacerse desde el respeto a la voluntad soberana de los que viven en la Isla.

Todavía existen prejuicios dentro del Estado cubano hacia la emigración, especialmente la crítica, por parte de sectores que no han superado la antigua mirada que la veía solo como una amenaza. Esa visión instrumental de la emigración o la posición defensiva frente a ella, limita las posibilidades de diálogo. Aceptar su participación implica también aceptar su pluralidad política, sin exigir adhesión ideológica ni penalizar la crítica. Pero todavía hoy sigue siendo difícil para las autoridades salir de su zona de confort donde solo se incluye a los grupos de solidaridad y los amigos incondicionales. Hacer política y diplomacia pública amerita ir más allá.

Lo que no puede pasar es que la reconstrucción nacional se siga postergando, o se diseñe desde la nostalgia o la conveniencia geopolítica de quienes ya no viven en Cuba. Y mucho menos cuando parte de esa emigración ha perdido conexión con la realidad del país que quiere cambiar. A riesgo de repetirme: la emigración debe ser realmente escuchada, pero no debería definir el modelo económico, político y social del futuro que le tocará vivir a otros. Ahora, el derecho al voto es un derecho que no debería arrebatársele, y como en todos los países en los que eso es posible, define el futuro, pero no sería determinante en comparación con aquellos en la Isla.

Si el gobierno cubano no reconoce pronto la sed de cambios que tiene el pueblo, estos ocurrirán sin él. Cambios que son urgentes y deben surgir del consenso interno, no de presiones externas ni de proyectos impulsados desde Miami, Madrid o Washington. Es muy difícil (re)construir un país si la emigración no reconoce la legitimidad del gobierno existente, sobre todo uno con una emigración tan grande y con un peso directo en las economías familiares. Y también es difícil si ese gobierno no tiene capacidad de generar un clima de apertura real, de espacios inclusivos y de gestionar políticamente el disenso. Porque no se le puede pedir a un Estado un diálogo abierto con quienes se fueron, si ni siquiera es capaz de tenerlo con su ciudadanía residente.

Reconstruir Cuba exige una conversación seria, horizontal, con todas las partes, pero el protagonismo debe seguir siendo de quienes, a pesar de todo, siguen apostando por quedarse, sea cual fuere la razón.

Abundan los que a distancia y a menudo con un valor del que carecían en Cuba, le dicen a los cubanos autoritariamente qué deben pensar y hacer, desde posiciones frecuentemente de privilegio. En este contexto cerrado y no en uno de distensión política y movilidad que permitiría un análisis distinto, si algo puede ofrecer la emigración es respaldo, no liderazgo. Participar sin imponer y acompañar sin decidir. Y sobre todo, no anteponer su identidad, dolor o preferencias políticas al bienestar de sus coterráneos. Esa sería, quizás, la mayor muestra de amor a su país.

Tomado de La Joven Cuba.