
Del exilio al empoderamiento: un modelo para la inmigración
Es oportuno, en un momento en que la xenofobia es rampante, recordar que, cuando Fidel Castro llegó al poder en 1959, oleadas de cubanos —profesionales, comerciantes, estudiantes, religiosos devotos y desposeídos políticos— comenzaron a huir de la isla en busca de libertad. A principios de la década de 1960, Estados Unidos se enfrentó a una de las afluencias de refugiados más importantes de su historia moderna. Más de un cuarto de millón de cubanos llegaron en pocos años, muchos de ellos con no más que su educación, recuerdos y esperanzas de regreso.
Pero lo que sucedió después no fue una historia de deriva o decadencia. Fue el comienzo de una de las historias de éxito de inmigrantes más extraordinarias en la historia de Estados Unidos, una historia no solo de triunfo, sino de transformación. El éxito de la comunidad cubanoamericana se debió en gran medida a su propia resistencia, pero también está inextricablemente ligado a una vasta red de programas gubernamentales y comunitarios lanzados a principios de la década de 1960, cuando la Guerra Fría se estaba calentando y Estados Unidos estaba ansioso por mostrar la superioridad de su modelo democrático.
El Programa de Refugiados Cubanos (CRP, por sus siglas en inglés), iniciado bajo la presidencia de John F. Kennedy en 1961, fue una innovación política que combinó la respuesta humanitaria con la estrategia de la Guerra Fría. Administrado a través del Departamento de Salud, Educación y Bienestar, el programa extendió una amplia gama de servicios —asistencia en efectivo, atención médica, colocación laboral, apoyo educativo, préstamos estudiantiles y asistencia legal— a miles de cubanos que llegaban casi a diario. Aunque Miami se convirtió en el corazón simbólico y logístico de la comunidad de exiliados, el gobierno federal dispersó intencionalmente a los refugiados en docenas de ciudades estadounidenses. De Chicago a Nueva York, de Los Ángeles a Atlanta, los exiliados cubanos recibieron referencias laborales, asistencia para la reubicación e instrucción en inglés.
El CRP se destacó por su énfasis en la revalidación profesional. En una época en la que las credenciales extranjeras a menudo eran vistas con sospecha, Estados Unidos creó mecanismos para que los médicos, ingenieros y abogados cubanos volvieran a sus profesiones. Universidades como Columbia, Georgetown y la Universidad de Miami trabajaron con agencias federales para ofrecer cursos de actualización, apoyo para licencias y programas de títulos acelerados. Los hospitales dieron la bienvenida a los médicos cubanos en funciones equivalentes a las residencias. Las facultades de derecho organizaron seminarios de derecho comparado para que abogados de La Habana y Santiago de Cuba aprendieran la jurisprudencia estadounidense. Estos esfuerzos dieron sus frutos: muchos de estos profesionales se convirtieron en anclas de la clase media cubanoamericana y, más tarde, en líderes de poderosas redes políticas y empresariales.
La asistencia a la salud fue otro de los pilares del modelo. A los refugiados se les concedió acceso a clínicas públicas y se abrieron nuevas instalaciones en el sur de Florida para acomodar a la creciente población. Se ofrecía apoyo a la salud mental, a menudo en español, reconociendo, incluso en esos primeros años, las heridas psíquicas del exilio y la ruptura cultural. Para las personas mayores, complejos de viviendas especiales y servicios sociales ayudaron a proporcionar una medida de dignidad en la dislocación.
Los niños y los jóvenes no fueron olvidados. Los niños cubanos fueron rápidamente absorbidos por las escuelas públicas, a menudo con apoyo bilingüe y útiles escolares proporcionados a través de subvenciones federales. A los adolescentes y adultos jóvenes se les ofreció formación profesional, becas y la posibilidad de completar estudios universitarios interrumpidos. Una de las iniciativas más conmovedoras, aunque controversial, la Operación Pedro Pan, llevó a más de 14,000 niños no acompañados a los Estados Unidos entre 1960 y 1962. Orquestado a través de una colaboración secreta entre la Iglesia Católica y funcionarios estadounidenses, se convirtió en una experiencia definitoria para una generación de jóvenes exiliados.
Las iglesias y las organizaciones religiosas desempeñaron un papel destacado. Caridades Católicas, agencias de ayuda judías y grupos protestantes trabajaron juntos con agencias federales y estatales para brindar ayuda, ofrecer asesoramiento y ayudar a las familias cubanas a adaptarse a su nueva realidad. Estas agencias voluntarias, o VOLAG, a menudo proporcionaban el primer punto de contacto para los refugiados cubanos en ciudades desconocidas, ofreciendo tanto ayuda material como anclaje cultural.
Lo que surgió en las décadas siguientes fue una trayectoria notable. Los exiliados cubanos se convirtieron en propietarios de viviendas, empresarios, médicos, políticos. En ciudades como Miami, definieron la cultura, el comercio y la gobernanza locales. En la década de 1980, los cubanoamericanos ya servían en el Congreso, lanzaban empresas multinacionales y daban forma a las conversaciones nacionales sobre política exterior e inmigración.
La escala y la coordinación del Programa de Refugiados Cubanos no tenían precedentes y siguen siendo inigualables. Oleadas posteriores de refugiados de México, Venezuela, Vietnam, Haití y Oriente Medio recibirían un apoyo mucho menos generoso o nada. La bondad mostrada hacia los cubanos reflejaba no solo el instinto humanitario, sino también el cálculo político de la Guerra Fría: los exiliados del comunismo eran aceptados como aliados ideológicos, no solo como víctimas de la agitación.
Aun así, la efectividad de estos programas no puede ser descartada como mera propaganda. Funcionaron y en combinación con el capital cultural aportado por los propios exiliados —educación, disciplina, ambición— ayudaron a sentar las bases de una de las comunidades de inmigrantes más exitosas de los Estados Unidos.
Hoy, a medida que se intensifican los debates sobre el asilo y la inmigración, la experiencia del exilio cubano ofrece un raro modelo de lo que es posible cuando convergen la inversión gubernamental, la organización comunitaria y la perseverancia individual. El legado de los programas de la década de 1960 sigue vivo no solo en los registros de archivo o en la memoria nostálgica, sino también en los bulliciosos vecindarios de Miami, los pasillos del Congreso y la influencia perdurable de una diáspora que convirtió el exilio en empoderamiento. Imagínese los dividendos de ofrecer asistencia similar a todos los inmigrantes en lugar del desdén, los abusos y la discriminación que ahora deben soportar.