¿Callo, después informo?
Si hubiese habido que esperar la autorización del propio Ministro de Salud Pública, aquella noche del 11 de marzo del 2020 no hubiera sabido Cuba y el mundo por medio de Escambray que las personas que estuvieron en contacto con los primeros italianos confirmados con la covid en Trinidad se hallaban asintomáticos y se ingresaban inmediatamente en el Hospital Provincial de Rehabilitación.
Si se hubiese aguardado por la orden de la dirección nacional de la Defensa Civil de Cuba para publicar el video de la crecida que partió en dos el puente sobre el río Zaza y que casi ahoga a aquellas dos muchachas, en mayo del 2018, quizás no quedara constancia del suceso.
Si el mismísimo Presidente de la Comisión Nacional de Béisbol hubiese tenido que aprobar, en 2014, la nota de este órgano de prensa donde se esclarecía que la suspensión del partido entre Granma y Sancti Spíritus se debía a un brote diarreico en el equipo oriental, a lo mejor todavía no se sabrían las causas de la pausa de aquel juego de pelota.
¿Decir o callar? Es esa la dicotomía sobre la que se balancean desde siempre decisores y periodistas y en la que se tensan ambos extremos: de un lado, quienes dominan la información y se creen los dueños de decidir el cuándo, el cómo y el dónde lo digo y, del otro, los que exigen el reconocido derecho ciudadano de informar y hacer saber a los demás.
Porque si una ley primera tiene el periodismo es la inmediatez. Y de eso, a veces, se desentienden muchas fuentes informativas a sabiendas de que decir las cosas después que sucedieron no tiene gracia alguna, ni en los chismes de barrio, mucho menos en los medios de comunicación que están obligados a publicar los hechos oportunamente.
La información como regla no espera, porque de lo contrario deja de serlo, se convierte en archivo en lugar de noticia. Y es ese el riesgo que corren los hechos cuando quienes deben brindar los datos se escudan en dilaciones. Seamos honestos: prorrogar el acceso a cualquier información viene a ser lo mismo que negarla. O resulta más sutil, pero a la postre sigue siendo igual perro con diferente collar.
Y traigo a colación lo que es una práctica arcaica por más que varios documentos que rigen el ejercicio periodístico en Cuba hayan intentado echar por tierra ese crónico hábito de callar. Lo reitero porque el pasado 25 de mayo la propia Asamblea Nacional de este país aprobaba, no sin antes someterla al escrutinio de diputados y con anterioridad al de los propios periodistas y de otros intelectuales, la Ley de Comunicación Social y la realidad viene violando ya lo que la norma instituye por obligación.
¿Desconocimiento u oídos sordos? ¿Información en papeles y mutis en los medios de comunicación? ¿La Ley por un lado y el discurso por otro?
Parece que de lo dicho al hecho, antes incluso de que la Ley se haga pública en la Gaceta Oficial, ya hay un buen trecho. Lo aseguro porque, so pena de la legislación vigente, varios organismos han instaurado, al parecer, sus propias leyes, las cuales infringen, cuanto menos, la nueva norma comunicacional aprobada en el país.
Ejemplos, por desgracia, sobran. Cansados están los periodistas de padecer tales arbitrariedades y de denunciarlas. Días atrás en conferencia de prensa la dirección de Turismo en la provincia daba a conocer a los periodistas un mecanismo —maquiavélico—, implementado, al decir de los directivos, por el propio ministerio para acceder a la información.
Tan inconcebible como que para hacer lo mismo una nota informativa del hotel Meliá Trinidad Península que una reseña del Campismo Popular Planta Cantú los periodistas deben hacer una solicitud formal donde expliciten, además de sus datos personales, las fechas en las que se pretenden hacer los trabajos, las instalaciones a visitar, los objetivos, si se tomarán imágenes o se grabarán videos, los medios en los que se publicarán los productos comunicativos para que, luego de ser analizado por la Dirección de Comunicación del Ministerio del Turismo —en un lapso que puede tardar días—, comuniquen a las direcciones provinciales si proceden o no los trabajos.
Similar experiencia se había padecido con las cadenas Cimex y Tiendas Caribe y con la Empresa del Gas —a los que hay que llenarles formularios y plantearles intereses hasta para saber la distribución de los puntos de venta— para que, después de sortear tantas trabas, en el mejor de los casos, los trabajos periodísticos se publiquen cuando ya todos se han enterado por otros medios.
Cada zancadilla en el acceso a la información es un paso más a la censura. Cada vez que la prensa pierde oportunidad en decir, la ganan en mentir o en tergiversar otros. Y el descrédito siempre pesa sobre todos. Aún seguimos sin entenderlo.
Lo que no se dice ahora, resulta difícil que quienes nos leen, nos oyen o nos ven lo crean después. Porque si algo se ha articulado infelizmente en la comunicación cubana es que los medios publican a destiempo lo que la vox populi ha ido confirmando a los cuatro vientos.
Y debería ser excepción, no regla. Como tampoco debió suceder que la noticia de las condenas impuestas a quienes asesinaron al profesor espirituano Santiago Morgado —suceso al que Escambray, no obstante, pudo darle amplia cobertura noticiosa— dejó de publicarse porque cuando el Tribunal Popular Provincial lo revisó, lo mandó al Ministerio de Justicia para su aprobación y llegó la respuesta a este medio de prensa, ya había pasado un mes de dictarse las sentencias.
Quizás lo que, entre muchísimos otros supuestos, reacomoda la Ley de Comunicación Social es ponderar el proceso comunicacional como un sistema integrado, donde cada actor determina y cuenta.
Norma al fin, delinea las obligaciones de todos. Es explícita en su Artículo 21 inciso f, cuando al referirse a las obligaciones de los máximos directivos de los órganos, organismos y entidades del Estado, las organizaciones de masas y sociales establece: “Responder con oportunidad, transparencia y veracidad ante la solicitud de información que realicen los periodistas y directivos de las organizaciones mediáticas en el ejercicio de su función social”.
En tal sentido obliga a los medios en el Artículo 33 inciso b: “Actuar con inmediatez, oportunidad y previsión estratégica en su producción comunicativa”.
Tal obligatoriedad decretada en la Ley la reiteraba en la Asamblea Nacional el propio Miguel Díaz-Canel Bermúdez, Presidente de la República, cuando reflexionaba: “Esta legislación debe permitirnos superar los vacíos y vencer las inercias institucionales. Ante una situación determinada que esté impactando negativamente en la población, los servidores públicos responsables están obligados a informar de inmediato, desde todos los espacios posibles. Por su parte, toca a la prensa contar primero, y responsablemente, cada información sensible para el pueblo”.
A ojos vista muchos decisores parecen obviar tales deberes. Como si tendiendo cercos a la información pudiera entonces ocultarse. Como si fueran posibles límites cuando las nuevas tecnologías de la información y la comunicación son tan ilimitadas y se sabe primero por un post en Facebook que el hotel Saratoga se desplomó o que empezó a arder la Base de Supertanqueros de Matanzas. Contra la instantaneidad de una persona con un móvil y la viralidad de las redes no hay frenos posibles.
Seguir batallado contra los mismos molinos es lo que toca a los medios de prensa, incluso cuando se ha instituido una Ley de Comunicación Social, la cual antes de implementarse habrá que defender entre todos para que no termine siendo una norma de vitrina.
Deberíamos haberlo aprendido durante tantos años: dejar de decir a tiempo viene a ser lo mismo que callar o, al menos, sus efectos son tan nocivos como los del secretismo. El sayo no les sirve únicamente a los periodistas —que son los primeros en ponérselo, aclaro—, porque faltar a la verdad no es tan solo un crimen de leso periodismo.