La apoteosis: Ancestros Sinfónicos Live

Por Alynn Benítez Castellanos / Magazine AM:PM / Fotografias de Paula Piñeiro Benítez

I. Mientras espero en mi butaca de segunda fila

Convengamos en que la perfección es algo difícil de alcanzar. En su búsqueda, en ocasiones, se obtienen resultados encomiables. Tal es el caso del concierto Ancestros Sinfónico Live, presentación mundial del disco homónimo (FacMusic, 2022) de Síntesis, Eme y X Alfonso, con arreglos de este último a los originales de Carlos Alfonso, Esteban Puebla y Lucía Huergo, y al que se añadieron para la ocasión dos composiciones originales de X y una en coautoría con su hermana Eme.

El fonograma llega a esta presentación avalado por la crítica especializada, que le concedió el premio Latin Grammy en el 2022 al Mejor Álbum Folclórico por la “hermosa combinación ejecutada por expertos de una orquesta sinfónica y la música de la práctica espiritual tradicional afrocubana conocida como Santería”. Obtuvo luego, en casa, el Premio Cubadisco y también, no es poco, ha sido grandemente celebrado por la prensa que lo ha considerado una “insuperable suite sinfónica”.

En cuanto al público, la acogida de sus diez temas lanzados simultáneamente en las plataformas comerciales de música y también accesible de manera gratuita desde Cuba, fue excelente. Hablamos en la mayoría de los casos de versiones en formato sinfónico de obras harto conocidas. Forman el núcleo duro del trabajo de las últimas décadas de Síntesis, agrupación con 45 años de una obra sólida, consistente.

Hagamos un breve recuento, a fin de comprender la importancia que tuvo en el panorama musical de finales de los 80 la irrupción de esta propuesta innovadora e irreverente. Ancestros nos educó musicalmente al ponernos en contacto al mismo tiempo con la cosmovisión afrocubana y el rock, tan vilipendiado e incluso prohibido por décadas en Cuba. Fue relevante —mucho— el trabajo de Síntesis. Requirió de una trilogía: el Ancestros, ancestors 2 and Orishas. Baste recordar las palabras del inmensurable Leo Brouwer en las notas discográficas de Ancestors Symphonic:

“(…) Se habla de [Amadeo] Roldán como el compositor que incluyó por vez primera (hacia los años veinte del pasado siglo) los instrumentos de percusión africanos en la música académica.

Hablamos de Síntesis como el primer grupo en fusionar la música ritual afrocubana con la música pop contemporánea (jazz, rock, electrónica, folk, world music, géneros populares cubanos) con una altísima calidad, jugando con la experimentación sonora, pero sobre todo, eludiendo clisés. (…)”.

En cuanto a mí, la adolescente que fui adoró Ancestros desde el primer momento. Ahora, esta reinvención, a la vez homenaje, derrocha genialidad en tanto une antípodas. Esto es, la música clásica sinfónica y los cantos afrocubanos, popularísimos, entendiendo el término a partir del origen de esta música, no por su alcance.

Con todo esto en mente, me acomodo en la butaca de segunda fila de platea en la sala Avellaneda del Teatro Nacional, un tanto encimada al escenario. Me apresto a disfrutar del espectáculo que prometió X Alfonso en sus redes sociales cuando anunció el concierto como “(…) una obra de vida, una obra de amor, acompañados del virtuosismo de los músicos de la Orquesta del Lyceum de La Habana y el Coro Nacional de Cuba (…)”.

II. Entran los músicos a escena

No recuerdo haber estado nunca tan cerca de un escenario. Me inquietan los altavoces de la izquierda y las luces amarillas de la derecha. Espero que nada me impida el disfrute, pero no se me ocurre cambiar de butaca. La suerte está echada. Me encomiendo a los Orishas.

El escenario está abarrotado de sillas y atriles. En medio de la penumbra distingo a la derecha una sección aislada por parabanes de acrílico. Es algo que percibo de moda y que se utiliza para atenuar el sonido de algunos instrumentos. Una gran pantalla al fondo presagia, quizás, alguna proyección. Hay quien pregunta pero, ¿cómo adivinar? Medios e inventiva tienen de sobra X y su equipo. Pronto sabremos.

Desde mi ubicación distingo la llegada de los primeros músicos al escenario. Poco a poco ocupan sus puestos. Luego entra el Coro Nacional bajo la guía de Digna Guerra. Se ubican al final, detrás de la orquesta, con la pantalla de fondo. Me entusiasma que pronto comience el espectáculo. Llegar una hora antes me permitió ubicarme sin agobios, saludar a algunos conocidos, ver cómo la sala se llenaba en oleadas.

Advierto entonces que los músicos, ya en posición, únicamente comprueban la afinación a partir del the del primer violín. Solo eso. Es evidente que el caos aparente de la afinación de todos los instrumentos, tan característica antesala a un concierto sinfónico, ocurrió tras bambalinas. Una orquesta “aumentada”, un organismo con más de cien cabezas y cien bocas, compuesto por orquesta y coro, impone un ajuste minucioso.

III. La música en el centro

Con la entrada de los cantantes (de centro a izquierda) Eme Alfonso, María del Carmen Ávila, Carlos Alfonso y Ele Valdés, todos de blanco, impecables, solo faltaba que José Antonio Mendez ocupara su puesto de domador de monstruos.

No vi desde mi posición la ubicación de Pepe Gavilondo detrás del arpa, a la izquierda. Ni la entrada de X a la sección de percusión de Síntesis, compuesta por Sergio Luis Cardoso, Irán Farías El Menor, y Yaimi Karell Lay en los batá, detrás de los parabanes. Con todo listo, a las 8:35 p.m. arrancó sin preámbulos ni palabras de bienvenida al público, con la voz de Carlos Alfonso en Ibaragó Moyugba, dando su Igbaé, saludando a los Eggun, antepasados a quienes pide la bendición.

La orquesta comienza apoyando el inicio de esta “ceremonia”. Primero marca el ritmo y poco a poco va desperezándose mientras la música asciende. Entra en otro plano sonoro la sección de vientos. Marcan “las pisadas del animal” en lo que Carlos sigue saludando en lengua yoruba, custodiada su voz por las del Coro Nacional. Se crea así un clima de total solemnidad. Gravedad que sobrecoge y presagia. Ya intuimos lo que viene.

A seguidas se incorporan las cuerdas. Prepararan la entrada limpia de Ele con la Moyugba a los Orishas en el canto a Elegguá. Se siente el ritmo claro. Las voces bien empastadas de los solistas es lo que más distingo. Todavía no soy capaz de regodearme en los detalles: que acapare mi atención la conducción de José Antonio, recrearme en los músicos más cercanos de la sección de cuerdas y, más allá, la percusión afrocubana. Todo ello llegará. Ahora estoy en shock por la apoteosis de la música. No hay proyección, ni efectos más allá de los sonoros. Aún no advierto que la gran pantalla se ilumina con los colores característicos del Orisha de turno.

Han sido saludados los Eggun y pedida la bendición a las deidades. Comienza el viaje musical que promete esta suite. Cierro los ojos, me pierdo el final abrupto de este primer tema.

IV. La apoteosis. ¿De dónde sale la música?

Las cuerdas acaparan los primeros compases de Aguanileo Oggun, canto a Oggun. Se escuchan tras un par de segundos que marcan el inicio del segundo tema, sin atentar contra la continuidad de la suite. Una flauta a lo lejos da entrada otra vez a los instrumentos de viento y de inmediato ya se reconoce la melodía inconfundible de Aguanileó. Irrumpen los batá poderosos. Ya no queda otra que dejarse llevar.

Canto en voz baja para no molestar. Mis pies y mi cuerpo bailan a Oggún en el espacio reducidísimo, rígido, de la butaca. Una cámara en el pasillo me filma. Me contengo. No me gusta ser filmada ni fotografiada, mas qué puedo hacer. ¿Nadie más canta y baila?

Todavía es temprano, apenas el segundo tema que ya se muestra poderoso.

Oggun representa la fortaleza, el trabajo y la fuerza áspera e inicial, la que encierra la caja del cuerpo humano, el tórax, donde están los órganos vitales. En la naturaleza está simbolizado por el hierro, todos los metales y la virilidad descomunal del ser humano.

Quizás por ello, en medio del incipiente paroxismo me atraviesa un pensamiento que jamás tuve hasta entonces.

Sabedora de que lo que escucho y me conmueve, estos arreglos sinfónicos de ensueño, fueron creados por un humano —X humano, X pandémico—, pienso: ¿de qué parte de X Alfonso brotó todo esto? ¿De dónde viene esta música? ¿De la mente, el corazón, la garganta, el oído? ¿El hígado, los pulmones, acaso desde los riñones? ¿Dónde puede un cuerpo alojar tanto y tanto? ¿Cómo surgió todo esto que se nos entrega? ¿Lo entenderé algún día?

V. El final. Paroxismo…

Después de esto ya no me resisto. Canto, bailo, me emociono. La orquesta suena impecablemente bajo la batuta enérgica de su director. El audio, al menos desde donde escucho, está excelentemente balanceado. La cercanía con los solistas me permite distinguir matices en sus rostros. Observar la sincronía entre el movimiento de sus bocas y las voces que me arroban. La tensión que les supone mantener el ritmo que con precisión marca José Antonio. Un José Antonio que canta junto al coro. Algo que no recuerdo haber visto en un director de orquesta, no.

Cuando Eme entona el Rezo Changó disfruto la atención con que sus padres siguen nota a nota y cómo respiran aliviados cuando la nena saca sobresaliente plus en el examen. Se ha fogueado en los coros y solos de Síntesis por años, ha trabajado duro para llegar a este momento. A la plenitud.

A lo lejos reconozco la energía de Yaimi. Me llegan sus irradiaciones. La percusión afrocubana es protagonista indiscutible, tanto como las voces que empastan a la perfección. Esas voces curtidas que, para mí, son las de los mismísimos Orishas. Oshosi, Babalú Ayé, Changó, Obatalá, Oyá, Yemayá.

Oshún es el cierre. Remarca la influencia profunda que ejerce en el destino de todos los humanos y Orishas. Iyalode que reina sobre las aguas dulces para que podamos vivir. Pero antes, Yemayá llega con el piano de Pepe que, según me cuentan, no estuvo quieto durante todo el concierto. Yo lo intuía. Esa energía suya no es de este mundo.

El Awoyó Yemayá cantó a la fertilidad, la purificación, la maternidad, el origen de la vida sintetizada en el agua salada de los mares. Esos mares que nos unen, nos hermanan.

Y fue el final perfecto. A las 9:45 p.m. las cuatro voces solistas en armonía dieron inicio a Iyamilé Oro, canto a Oshún. Carlos entonó su última plegaria y la orquesta, siempre majestuosa, hizo lo suyo. El público se rinde. Baila y canta de pie, y cuando sale al frente Gavilondo con un chequeré enorme, descalzo y levantando los brazos, y X —también descalzo— abandona su escondrijo, es el acabose. Se pierden las formas. Estalla el teatro desde la platea hasta la última fila del segundo balcón. El cierre es descomunal.

VI. Notas finales totalmente innecesarias

Escribir esta reseña solo es comparable a mi único parto. A dar a luz a mi hija Paula. Esta criatura empero, a diferencia de mi hijita, vino demasiado grande, de pie. Desgarró a su paso todo lo que necesitó para alcanzar la luz.

El espectáculo fue sobrio. No hubo bailes, más allá de los cadenciosos movimientos que los cantantes realizaban a ratos: de manos al aire o faldas agarradas en vaivenes contenidos. Pies marcando el ritmo de la sangre. Toda la energía en la música, en las gargantas poderosísimas, en estado de gracia.

He de decirlo: es el concierto que más he disfrutado en mi vida. Una vida ya no tan corta, con música siempre… Los arreglos de X no solo valen un Grammy. Después de esto no sé qué pudiera venir. Hay que esperar y confiar en que los Orishas no hayan agotado su genio.