La crisis del “modelo cubano” y la reforma sin completar
Tomado de OnCuba News
“La maldita circunstancia del agua por todas partes…”. -Virgilio Piñera
A mediados de los años 80 un economista para nada cercano al enfoque marxista clásico sobre el capitalismo, Raúl Prébisch, afirmaba: “Tras larga observación de los hechos y mucha reflexión, me he convencido que las fallas del desarrollo latinoamericano carecen de solución dentro del sistema prevaleciente. Hay que transformarlo”.
Tal sentencia está contenida en el prólogo de su libro Capitalismo periférico. Crisis y transformación publicado originalmente en 1981, posteriormente a su artículo “Hacia una teoría de la transformación” (1980), texto con el que culminaba una serie publicada en la Revista de la CEPAL en los que exponía sus ideas sobre el capitalismo periférico latinoamericano —son muchas y variadas las periferias— y su crítica al modelo neoliberal impuesto en la región —también son muchos y muy variados los neoliberalismos— tal cual América Latina lo había padecido durante la década de los 70.
Luego, la CEPAL misma alimentaría esas ideas de Prébisch, en marzo de 1990, produciría un texto titulado Transformación productiva con equidad: la tarea prioritaria del desarrollo de América Latina y el Caribe en los años 90 (1996), que a la vez de ser su propuesta de modelo alternativo al neoliberalismo latinoamericano prevaleciente —con la única excepción de Cuba—, se constituyó en la referencia casi obligada de cualquier esfuerzo de desarrollo alternativo a aquel neoliberalismo, sustentado en varios casos en dictaduras militares de triste recuerdo.
Cuba, en los años 90, emprendía un esfuerzo de transformación que, por su magnitud y profundidad era solo comparable al iniciado en los primeros años de la década del 60. De nuevo la pérdida del “socio externo” —la URSS y el campo socialista— imponía repensar en toda su magnitud y profundidad no solo qué hacer, sino además cómo hacerlo.
No creo que existan hoy demasiadas discrepancias en considerar que, si bien el “factor externo” fue el detonante de aquella crisis, nuestra economía cargaba a la vez con viejas fallas estructurales, típicas de los países subdesarrollados, de las cuales no había podido desembarazarse, a pesar del esfuerzo en industrializar el país y de la movilidad social alcanzada gracias a la política social practicada por la Revolución desde el primer día.
Aquella crisis, que sigue siendo esta, impuso la necesidad de la transformación. La reforma iniciada en los 90 nunca ha sido realmente completada, a pesar de haber sido exitosa en el sentido de recuperar la dinámica de crecimiento, promover nuevos sectores que significaron cambios importantes en la estructura sectorial y haber logrado que sectores de servicios se incorporarán a esta nueva economía como generadores de ingresos por exportaciones. Y todo ello se alcanzó con un bloqueo cada vez más agresivo, incrementado por la ley Torricelli, la Helms-Burton y las políticas adoptadas por las Administraciones de la familia Bush contra Cuba; una política de hostilidad que solo aminoró su presión en el último mandato de la Administración Obama.
Fidel Casto, al evaluar la funcionalidad del “modelo cubano” afirmaría en el verano de 2010 en una entrevista concedida a Jeffrey Golberg que “el modelo cubano ya no funciona ni para nosotros mismos”. Esa frase fue utilizada por casi todos los analistas según sus propias conveniencias y preferencias políticas. La afirmación, desde mi perspectiva, para nada significaba renunciar a la esencia de la Revolución; pero sí respaldaba el nuevo esfuerzo transformador que el presidente Raúl Castro iniciaba.
Reconocer que el modelo no funcionaba, era reconocer la necesidad de cambios trascendentales, tanto en la estructura económica como en la superestructura del país. Era también el respaldo explícito a las transformaciones que desde sus primeros discursos Raúl anticipaba; respaldo más que necesario por las propias resistencias internas que la nueva etapa de la reforma enfrentaría, y que todos los días nos sorprenden por su capacidad de sobrevivencia y su habilidad para mutar.
La búsqueda de ese nuevo modelo funcional a las condiciones de la Cuba del siglo XXI fue una amplia convocatoria, donde muchos fueron incluidos para trabajar intensamente en su construcción y donde el debate con el pueblo fue fundamental en la construcción de un consenso mínimo —ese mínimo común múltiplo— que toda transformación política y económica requiere.
De ese esfuerzo teórico y ese debate salieron dos documentos fundamentales, los Lineamientos y la Conceptualización; el primero, más cercano a un cuadro impresionista de bordes relativamente difusos; y el segundo, más cercano a los retratistas españoles del siglo XIX. Muy cerca en el tiempo aparecería también el Plan Nacional de Desarrollo y los Ejes Estratégicos; todos son documentos surgidos del trabajo colectivo.
Ninguno fue escrito por algún dios, ninguno llegó para competir en inmovilidad con los siete mandamientos; todos fueron concebidos para facilitar un proceso guiado por mujeres y hombres, para servir al pueblo, pero no para estar por encima de él. Todos fueron producto de las circunstancias y de las necesidades de un momento dado; circunstancias y necesidades que han variado sustancialmente de entonces a acá.
Sin embargo, aquella reforma retomada, que también sigue siendo esta, no logró los cambios imprescindibles que le permitieran al país emprender una senda sostenida de crecimiento, capaz de eliminar aquellas fallas estructurales que desde inicios del siglo XX, e incluso antes, nos han traído hasta aquí, alejados de aquella transformación productiva que todos reconocemos más que necesaria y atados a una dependencia externa incrementada cuantitativa y cualitativamente. Factores externos de indudable peso, más la cautela extrema y prejuicios generados por las resistencias y los resistentes en lo interno, son las razones fundamentales.
Transformar un país radicalmente, incluso en condiciones normales y con “ayuda” es, en sí mismo, una tarea en extremo compleja, incluso si ese país se encuentra en condiciones “normales”. Hacerlo en las condiciones en las que Cuba se encuentra hoy, tan o más difíciles que cuando comenzó la reforma de los 90, es extraordinariamente más complicado.
Se requiere coherencia entre la estrategia general y la visión y propósitos esenciales; entre las políticas públicas y la estrategia; entre los instrumentos que se pongan en juego con aquellas políticas… Es imprescindible la organización y la consistencia, entendida esta como la necesaria coordinación de políticas macroeconómicas decisivas (fiscal, monetaria y cambiaria). En la experiencia reformadora cubana, uno de sus aspectos de mayor debilidad es precesamente la consistencia, incluso desde su primera etapa en los inicios de los 90, aunque sin duda entonces fue mejor resuelta que ahora.
Es también imprescindible la secuencialidad, repetidamente poco considerada, aun a sabiendas de que en economía y política el orden de los factores sí altera el producto. Todo ello nos ha costado tiempo y vida a varias generaciones de cubanos.
Es probable que no sepamos bien qué hacer ni tampoco cómo hacerlo. Y no es para nada un pecado de “lesa teoría”. Sin embargo, luego de treinta años de intento reformador, es posible listar aquellos errores que no deberían continuar cometiéndose y de los cuales el último mes de 2023 y estos primeros dos meses de 2024 dan una muestra indiscutible.
Aquella afirmación de Fidel tan llevada y traída en su momento y a veces tan repetida con disímiles intenciones, permitía expandir los límites de la reforma hasta donde fuera necesario. Pero, paradójicamente, las propias resistencias que pretendía reducir han encontrado la manera de regenerarse y nos han traído a la profundidad de la crisis que nuestro país padece hoy.
Luego de cuarenta y siete años como profesor universitario y cuatro anteriores como alumno ayudante (buena parte de ellos dedicado a los temas del desarrollo económico y a la economía cubana), estoy convencido de que nuestro modelo de desarrollo económico y social requiere manejar mucho mejor ese proceso objetivo que la filosofía conoce como negación de la negación.
Hay que avanzar con más prisa que cautela, pero evitando la generación de incertidumbres que laceran la confianza.